viernes, 10 de enero de 2014

La religión de los gusanos

Para ir al primer relato de esta serie, pincha aquí.

Después de unos días de descanso en Nemberala (véase “Los gitanos del mar”), me dirigí a la isla de Sumba.

Tras aterrizar en Waingapu, capital de la provincia de Sumba Oriental, compré un billete de autobús para viajar al día siguiente hasta Waikabubak, capital de Sumba Occidental. Tengo que destacar que en aquellos tiempos, en Indonesia los viajes en autobús tenían ciertas peculiaridades. Quizás la más notable era que los billetes eran siempre Puerta a Puerta. Es decir, que al comprar el billete dabas tu dirección exacta de salida y de llegada, de forma que el autobús dedicaba más de una hora a callejear y a recorrer las aldeas cercanas para ir recogiendo a cada pasajero en la puerta de su casa y subiendo el abundante equipaje de cada uno a la baca. Es lo que llamaban kelilin kelilin, “vueltas y vueltas”, que convertía en meramente indicativa la hora de salida. A la hora indicada convenía que estuvieras preparado en la puerta de tu casa u hotel, aunque si no estabas totalmente dispuesto tampoco había problema en esperarte un tiempo prudencial. Una vez a bordo todos los pasajeros, comenzaba el verdadero viaje, amenizado por la música del radiocasete del conductor, a la que podías aportar tus propias cintas, y entre los frecuentes vómitos de los pasajeros, cuidadosamente depositados en bolsitas de plástico que repartía generosamente el cobrador, y que luego se tiraban por la ventanilla. Cuando el equipaje no cabía en la baca, o era demasiado valioso como para que dejar que se mojara (por ejemplo, sacos de arroz), se colocaba en el pasillo o en el espacio malgastado en Europa por las piernas de los viajeros, de manera que acababas sentado en la postura del loto, parte sobre el asiento y parte sobre los sacos que te habían correspondido. Eso sí, la mochila de un guiri nunca se consideraba un objeto valioso, o sea que siempre se colocaba en la baca, entre bicicletas, sacos de ñame y copra, cajas de madera de contenido desconocido, latas de “grasa comestible” y todo un enorme surtido de bultos. Los cerditos, que pude comprobar viajaban mucho en Indonesia, se solían transportar embutidos en una especie de jaula de bambú, amarrada al guardabarros delantero.

Al llegar a destino, comenzaba de nuevo el kelilin kelilin, hasta que todos los pasajeros y sus mercancías se iban quedando en la puerta de sus viviendas u hoteles.

Después de más de ocho horas de viaje, la llegada a Waikabubak fue espectacular. A media tarde, el pueblo estaba repleto de hombres y mujeres vestidos con sus ropas tradicionales. Ellas con unas faldas largas de una sola pieza, fabricadas con la endiablada técnica del doble ikat, y ellos con faldas del mismo material arremangadas hasta la rodilla, y sus inseparables parang, los enormes machetes de mango tallado, al cinto.

Tras dejar el equipaje en el hotel, salí también yo a pasear, y pronto fui abordado por un correctísimo señor que, tras el interrogatorio habitual, me invitó a acudir al atardecer al funeral y segundo enterramiento de su madre. Un poco abrumado por tanta amabilidad, le indiqué mis reparos en molestarles en una ocasión tan íntima, pero me explicó que, por el contrario, sería un honor para la familia contar para el funeral de su madre con un huésped llegado de tan lejos. Sus vecinos, cuyo padre había sido enterrado recientemente, habían tenido la suerte de contar con un pariente lejano llegado de Singapur, pero en toda la zona no había precedentes de la asistencia de un español. Evidentemente, ante tales argumentos no podía negarme, así que a la hora señalada me dirigí al kampung Sawah.

Los kampung son aldeas tradicionales, en las que viven la mayoría de los habitantes de Sumba. Más o menos amurallados, conservan las antiguas viviendas de madera con altísimos tejados de paja, pero sobre todo constituyen el núcleo básico en torno al cual se organiza la convivencia y se cuidan las tradiciones. Aunque las tierras se consideran propiedad privada, se mantiene un cierto concepto de responsabilidad comunal sobre las mismas. Se considera inconcebible venderle tierras a una persona que no pertenezca al mismo kampung, y no son raras las batallas entre los habitantes de dos kampung vecinos por la propiedad de unas tierras o el uso del agua.

Volviendo al kampung Sawah, estaba formado por una docena de cabañas, construidas sobre pilotes, y rodeada cada una de ellas por una amplia veranda. Tras un cordial recibimiento por parte de mi anfitrión, el anuncio de mi llegada por megáfono a las más de doscientas personas que asistían a las exequias, y las presentaciones de rigor a la familia de la difunta, me dejaron al cuidado de un grupo de parientes mientras continuaba la ceremonia. Consistía básicamente en la exhumación del cadáver de su tumba provisional, la renovación de las varias capas de tejido ikat que lo cubrían, y su traslado a la tumba definitiva, cubierta por una losa de piedra de casi una tonelada, que levantaron entre un par de docenas de hombres con la ayuda de palancas de madera de varios metros de largo. Se considera una ocasión alegre, ya que por fin la difunta comenzaba su eterno descanso, y la familia podía también descansar tranquila, sin tener que soportar las gamberradas del espíritu de la difunta, que les recuerda así que aún no han cumplido con todos los ritos funerarios. Lo del segundo entierro y esta tardanza en celebrar los funerales se debe a que un funeral es un acto social que conlleva un fuerte desembolso de dinero para la familia más cercana, ya que tienen que alojar y alimentar durante varios días a los amigos y familiares llegados de otros punto de la isla, e incluso desde el extranjero. Y mientras se ahorrar para el funeral, por motivos sanitarios se procede a un primer entierro provisional.

Mientras tanto, el resto de asistentes se dedicaban a charlar, a comer un guiso de tocino de cerdo semicrudo, a beber vino de palma y a mascar nuez de betel. Como no podían consentir que un visitante tan ilustre como yo se quedara al margen, tuve que probar todos los productos, incluida la nuez de betel, que se mastica mezclada con cal y otros ingredientes a gusto de cada consumidor, como tabaco, cinamomo, cardamomo, regaliz, papaya, semillas de comino, alcanfor, anacardos, clavos, anís o coco seco. Produce una fuerte salivación rojo oscura, que la educación y la prudencia aconsejan escupir ruidosamente contra el suelo, y deja las encías un tanto entumecidas.

A una hora discreta, pero ya noche cerrada, conseguí despedirme de mi anfitrión y volverme al hotel. El regreso, a la sombra de la luna y siguiendo los estrechos senderos entre los arrozales, mientras a lo lejos seguían oyéndose las risas y canciones del funeral, producía una extraña sensación de paz, pese a los grupos de indígenas que me iba cruzando cada poco rato, todos armados con sus parang.

Al día siguiente me había propuesto alquilar un taxi para hacer un recorrido por varios poblados tradicionales. El problema era que no había taxis según el concepto europeo. Por la mañana, el pueblo era recorrido por numerosos bemos, las omnipresentes furgonetas colectivas, con el cobrador colgado de la puerta anunciando su destino, al que se dirigían cuando el conductor las consideraba suficientemente llenas, lo que en mi concepto se traducía como muy llenas. Como cada bemo iba solo a una aldea determinada, por muy barato que fuera, no era un medio muy ágil para recorrer varios pueblos. La solución era alquilar uno para uso propio. Todo era subirse a un bemo cualquiera, con o sin pasajeros, y regatear con  el conductor el precio chárter por todo el día. En cuanto alcanzabas un acuerdo, echaban sin contemplaciones a los demás pasajeros, y ya tenías transporte privado, con conductor, cobrador y ayudante. Eso si algún pasajero no decidía aprovechar la ocasión de hacer también un poco de turismo gratis, y se sumaba a la excursión.

Una vez resuelto el problema del transporte, salimos hacia la costa sur de la isla, donde me habían dicho que había varias aldeas muy interesantes. A los pocos kilómetros de Waikabubak, al cruzar una aldea, la carretera estaba cortada por un nutrido grupo de personas. Cuando nos detuvimos, del grupo se destacó un guerrero con casco y escudo, vestido de pieles, que se dirigió hacia mí blandiendo amenazadoramente una lanza. Por suerte, todo formaba parte del rito de otro funeral, al que también fui invitado a asistir. No me atreví a negarme a los deseos del guerrero, o sea que pasé al interior de la capilla. Hay que tener en cuenta que este pueblo no era un kampung, por lo que las tradiciones estaban un tanto desvirtuadas. Ya dentro de la capilla, colocaron una banqueta para mí en primera fila, junto a los familiares más cercanos, y allí me quedé un ratito, pasando de nuevo por todo el interrogatorio habitual, y fumando un kretek, los cigarrillos aromatizados con clavo que consume toda la población. Esto era lo peor para mí, yo nunca he fumado tabaco, y aquellos cigarritos, a la vez fuertes y dulzones, que había que fumar como muestra de buena educación, me hacían toser como un loco. Solo años después aprendí la expresión salvadora: Saya sakit, “estoy enfermo”, que me libraba de aquella tortura.

En el rato que estuve pude charlar, aunque con bastantes dificultades de idioma, con un sacerdote Marapu. La religión Marapu es la más curiosa que conozco, en el sentido de que su principal festividad, el Nyale, está relacionada con el ciclo reproductivo de un gusano de mar. Se celebra durante una de las lunas llenas de primavera, como la semana santa de los católicos, y consiste en la recolección y consumo colectivo de este gusano, de alto valor proteico en ese momento, justo después del desove. Es como las sardinas, que se suelen comer en verano, cuando tienen más grasa. Quizás le siga en rareza la religión pastafari, cuyos seguidores creen en la existencia de un dios formado por un gigantesco cúmulo de espagueti, y que celebran sus ritos tocados con un colador de pasta.

Otra de sus ceremonias, que tampoco tuve la suerte de presenciar, es el Pasola, combate más o menos simbólico en el que los guerreros, montados a caballo y vestidos con sus ropas tradicionales, se arrojaban lanzas de madera de punta roma. Lo de “más o menos simbólico” lo digo porque era frecuente que los combatientes se acalorasen, y acabasen con varios heridos e incluso algún muerto. No hay que olvidar que, además de las lanzas rituales de madera, todos los guerreros llevaban sus machetes parang, del que ningún hombre hecho y derecho consentiría en separarse.
La conversación en sí con el sacerdote no resultó demasiado interesante, salvo por el hecho de que, una vez aclarado que yo procedía de España, y mostrada la ubicación de España en el mapa del mundo impreso en el billete de avión, me preguntó que “cuanto se tardaba en llegar a España en bemo”. Mi optimista respuesta de que entre 2 y 3 meses causó una mezcla de asombro e incredulidad entre los asistentes.

De nuevo en camino, al cabo de una hora de viaje, llegamos al primero de los kampung adat, aldeas tradicionales. Al borde de la playa, junto a la desembocadura de un pequeño río, se extendían no menos de cuarenta cabañas, con un techo de paja a dos aguas en forma de pirámide de base cuadrada, coronado a su vez por una estructura a dos aguas de madera y paja, de hasta ocho metros de alto, que servía de vivienda simbólica para los antepasados. Las vigas y postes estaban decoradas con relieves de los antepasados, y también tenían un valor ritual. Dice la leyenda que la primera cabaña que existió estaba cubierta por pelo humano.

Las visitas a estas aldeas tradicionales, como en general a cualquier aldea indonesia, seguían siempre un mismo patrón de cortesía. Se preguntaba por el jefe de la aldea, que solía ser un anciano. Se le saludaba respetuosamente, se intercambiaban las preguntas de rigor sobre nombre, procedencia, religión, número de hijos y otros asuntos de interés, se firmaba en el libro de visitas, que la mayoría de las veces era un simple cuaderno escolar, y se entregaba al jefe una pequeña cantidad de dinero o unos kretek. A continuación se pedía permiso para visitar la aldea, que siempre se concedía sin problemas, y para hacer fotografías, cosa a veces permitida y otras no. A partir de ahí ya se podía recorrer la aldea con toda libertad, habitualmente rodeado por un enjambre de niños que gritaban continuamente “Hello Mister”, y agradecían cualquier regalo, como bolígrafos o, todavía mejor, caramelos Kopiko. Y en alguna de las aldeas se podía adquirir la artesanía en los tenderetes que te montaban rápidamente. Bueno, más que tenderetes se trataba de colocar toda su producción en el suelo de la veranda. Casi exclusivamente tallas en madera muy primitivas, desde piezas utilizarías como contenedores para el betel hasta otras puramente decorativas, como copias de las estatuas de los antepasados. Como decoración utilizaban mucho el mamuli, representación esquemática de una vulva que, como en casi todas las culturas, era un símbolo de fetilidad.

Visitando una de las aldeas más ricas, me contó el jefe de la aldea que se estaba construyendo su propia tumba megalítica, y que precisamente al día siguiente habría una jornada de trabajo.
Bien temprano, y con el mismo bemo y la misma tripulación, me dirigí al punto indicado la víspera por el jefe de la aldea. Después de una hora de carretera, tuvimos que dejar el bemo y echar a andar por unos senderos que a ratos discurrían por zonas cultivadas y a ratos se internaban en los bosques, hasta llegar a la zona de trabajo. La obra, que llevaba ya varios años en ejecución, había comenzado eligiendo una buena losa de piedra de una sola pieza, de unas tres o cuatro toneladas de peso, a unos veinte kilómetros de la aldea. Tras la bendición del sacerdote marapu, se había procedido a un primer desbaste de la losa, para facilitar su transporte.

El transporte se iba realizando a pequeños tramos, dado el peso de la losa y las dificultades del terreno. Cuando el jefe conseguía ahorrar un poco de dinero, convocaba a todos los habitantes de su aldea y de las aldeas vecinas a una jornada de trabajo obligatoria, en la que la alimentación y la bebida corrían a cargo del jefe. Mientras las mujeres y los niños cortaban la vegetación de una franja de terreno, los hombres iban eliminando pedruscos y allanando la tierra, hasta formar una especie de pista. Con algunos de los troncos cortados se preparaban rodillos, y con la ayuda de búfalos y de tracción humana se hacía avanzar la losa por la rudimentaria pista. Y así día a día, a veces con meses de intervalo entre las jornadas de trabajo, según como fueran las cosechas y las finanzas del jefe. Hay que tener en cuenta que se podían juntar más de doscientas personas, y que el ímpetu y la calidad del trabajo dependían directamente de la cantidad y calidad de la comida y bebida ofrecida. El día que la losa llegara a la aldea, se tallaría con diferentes figuras de animales, símbolo de la familia del jefe, y ya estaría lista para colocarla sobre su tumba el día de su muerte. Eso suponiendo que el jefe no se muriera antes, en cuyo caso confiaba en que su hijo mayor se hiciera cargo de la finalización de la tumba y su entierro definitivo.
 

En otra de las aldeas conocí a una pareja de ancianos que tuvieron un detalle de lo más entrañable. El cementerio de la aldea estaba situado en lo alto de un cerro cercano, y el camino de subida pasaba junto a una cabaña, en cuya veranda estaban sentados los dos ancianos, pobremente vestidos, que me saludaron amablemente, y con los que me detuve unos instantes para la charla habitual. Mi sorpresa fue cuando, al cabo de media hora, volví a pasar por delante de la cabaña en mi camino de regreso a la aldea, y me encuentro a los dos ancianos vestidos con su ropa tradicional, fabricada no con tela sino con corteza de árbol. ¡Se habían tomado la molestia de arreglarse para ofrecerle al extranjero lo más valioso que poseían, su propia imagen!

Una tarde, mientras charlaba con un viajero belga, una danesa y una australiana en el patio del hotel, uno de los empleados nos contó que en su aldea, el kampung Tarung, muy cerca de Waikabubak, esa noche había “baile”. Total que, después de cenar, los cuatro o cinco guiris que nos alojábamos en el hotel seguimos al empleado hasta su kampung, por un sendero iluminado solo por la luna llena, entre bosques de bambú. El paseo, a lo largo del cual se oía la música procedente del kampung, tenía algo de mágico.

La aldea, situada en lo alto de una colina y rodeada por un muro defensivo, estaba formada por una docena de cabañas tradicionales, que se elevaban formando un círculo sobre pilares de casi dos metros de alto. En el centro del círculo, iluminadas por faroles de acetileno, un grupo de chicas ensayaba diversos bailes y canciones, preparándose para un festival religioso que iba a tener lugar al cabo de unas semanas. Una de las señoras que contemplaban los bailes desde lo alto de su veranda nos invitó a subir y entrar en su cabaña. Después de dejar al pie de la escalera las botas cubiertas de barro, como imponen la cortesía y la higiene en gran parte de Asia, y de los saludos y preguntas de rigor en la veranda, nos hizo pasar al interior. Como toda la vida social y familiar se desarrolla en la veranda, y la cocina se encontraba a nivel de suelo, debajo de la cabaña, dentro no había más que una especie de camarotes, cubículos de madera con un somier de bambú y una estera, donde se duerme.

Eso sí, postes y vigas lucían una profusa decoración simbólica relacionada con los ancestros, a los que la religión marapu rinde un cuidadoso respeto. Aunque era muy difícil relacionarse con la señora, ya que no hablaba casi nada de indonesio, enseguida se creó un ambiente muy acogedor y de mutuo interés por las extrañas costumbres de cada uno. Tanto nos sorprendía a los blancos ver a una señora mayor mascando y escupiendo betel y fumando lo que parecía un canuto trompetero, como a ella enterarse de que casi ninguno de sus visitantes tenía descendencia. Cuando terminaron los ensayos musicales, y tras una calurosa despedida, emprendimos con pena el regreso al hotel.

Por cierto, menos de un año después me enteré de que se había producido una batalla entre los habitantes del kampung Tarung y los de otro kampung vecino, creo que relacionada con la propiedad de unas tierras, en la que incluso de usaron armas de fuego, hubo varios muertos, y el kampung Tarung resultó arrasado por un incendio consecuencia de los combates.

Del propio pueblo de Waikabubak, poco se puede contar. Ahí comprendí la frase que había leído en algún libro de viajes, que decía que la vida del turista se limita a hacer el tiempo entre comida y comida. En este pueblo era totalmente cierto. Por las mañanas se podían hacer excursiones a las aldeas tradicionales de la zona, pero casi todas las tardes a partir de las tres llovía con precisión de cronómetro. Durante ese diluvio, que solía durar hasta el atardecer, creo que lo más entretenido que se podía hacer era tirar unas migas al suelo de la veranda, y observar los esfuerzos de las hormigas para llevárselas al hormiguero.

Como todo lo bueno se acaba, al cabo de pocos días me tocó repetir el viaje en autobús hasta Waingapu, con kelilin kelilin incluido, y esperar a la salida del avión que, a la mañana siguiente, me llevaría hasta Ubud, la antigua capital de la isla de Bali. Pero esa es otra historia.

Por cierto, en el embarque en Waingapu me pasó una cosa que no me ha vuelto a pasar en ningún vuelo. Junto al mostrador de embarque había una enorme báscula de madera con pesas deslizantes, como las que usaban en mi pueblo para pesar los sacos de patatas. Muy en mi papel de viajero avezado, coloqué mi mochila en la plataforma, pero el empleado de Merpati Airlines me indicó que me subiera yo también a la báscula. Anotaron en un cuaderno la suma de mi peso y el de la mochila, y yo me quedé por allí tratando de averiguar para qué querían el dato. Contemplé cómo pesaban a todos los viajeros junto con sus equipajes, pero lo mejor fue cuando facturó el último pasajero, y a continuación pesaron a toda la tripulación. Un tanto intrigado, acabé preguntando por qué pesaban a todo el mundo. Me explicaron que sumando todos esos datos podían conocer con toda precisión la carga total facturada, y completar hasta la carga máxima autorizada del avión con otras mercancías que estaban esperando transporte. Espero que esto no llegue a los oídos de Ryan Air, o acabarán pesándonos e incluso cobrándonos el sobrepeso de cada uno. Como dato curioso, el avión era un Aviocar 212, fabricado en Indonesia bajo licencia de la compañía española CASA.

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