viernes, 3 de enero de 2014

Los gitanos del mar

Para ir al primer relato de esta serie, pincha aquí

Después del intento fallido de visitar Timor Oriental (véase “Todo empezó en Kupang”), decidí ir unos días a descansar a Nemberala. En Weingapu me habían contado que un australiano loco había montado un hotelito agradable en esa playa, en el extremo oeste de la isla de Roti, a solo 50 millas de Kupang.

Intenté hacer algunas averiguaciones en Kupang, pero nadie parecía conocer el hotel de Nemberala. Aunque dudaba de que siguiera existiendo, y ante la alternativa de seguir compartiendo habitación con docenas de cucarachas, me puse a buscar transporte. No quedaban billetes de ida para la avioneta que unía las 2 islas un par de veces por semana, así que la única opción era dirigirse al puerto, para embarcar en el ferry. No parecía complicado. Cuatro horas de travesía, y luego conseguir algún vehículo para llegar a Nemberala, a poco más de una hora de distancia.

El ferry no tenía demasiada mala pinta. Como europeo, y aunque llevaba billete de segunda, me mandaron sin preguntar a primera clase. Butacas de terciopelo sintético forrado en plástico, en un salón cerrado herméticamente para conservar el frío del aire acondicionado. Aire que no funcionaba, al contrario que el equipo de karaoke, que funcionaba perfectamente al máximo volumen, para alegría de un grupo de funcionarios indonesios.

Incapaz de soportar el ruido y el calor, me instalé en segunda, en unas sillas de plástico en una cubierta bien aireada. El ferry se fue llenando poco a poco, con familias enteras acampando en la cubierta inferior, donde extendían esteras, dormían y cocinaban entre las camionetas. Pasada ampliamente la hora teórica de salida, tuve que recurrir a una de las frases más habituales del idioma indonesio: “¿Mengapa terlambat?” (¿Por qué nos retrasamos?). Y recibí la respuesta habitual: “Ada masala” (Hay problemas…). Mi preocupación iba creciendo según la tripulación iba preparando más y más cemento, que luego bajaban en cubos por una escotilla, rumbo a la sentina.

Por suerte, parece que el cemento fue eficaz, porque con varias horas de retraso soltamos amarras y zarpamos hacia el puerto de Roti. La travesía resultó muy agradable, primero por el estrecho que separa las islas de Timor y Semau, entre cientos de pequeñas canoas de pesca, con balancines y velas de colores brillantes, y luego a lo largo de la costa norte de Roti.

A la llegada, ya atardeciendo, me dijeron que la carretera a Nemberala estaba cortada por obras, y que no había transporte público. Por fin conseguí plaza en un bemo, con media docena de indígenas y un buen cargamento de plantones de platanera en la baca. Arrancamos ya de noche, e hicimos varias paradas en casas aisladas, en las que se iban bajando los demás pasajeros, hasta que nos encontramos con una señal que prohibía el paso por obras. Ni caso. Seguimos avanzando por una carretera sin asfaltar, sin ningún pueblo a la vista, hasta que una apisonadora atravesada en la pista nos impidió seguir. Larga y apasionada discusión entre el conductor, su ayudante y los dos pasajeros indonesios que quedaban, todos por supuesto con sus machetes al cinto, hasta que me anunciaron que íbamos a intentar llegar a Nemberala “por un atajo”. Por un momento pensé que si decidían liquidarme allí mismo y apropiarse de mi equipaje, no había resistencia ni escape posibles.

El atajo parecía ser campo a través, por los botes que iba pegando el bemo. A la luz de la luna no se veía ninguna carretera, solo plantaciones de palmera lontar y matorrales.

A eso de las ocho de la noche, muy tarde en términos indonesios, por fin vimos a lo lejos unas luces muy ténues, y al cabo de un rato entramos en una aldea, formada por cabañas de tierra y hojas de palmera, en medio de lo que parecía un oasis del Sáhara, con calles de arena en medio de un bosque de palmeras y setos de buganvillas. Era Nemberala. El bemo me llevó directamente al losmen del que era propietario el conductor, con el pretexto de que el hotel del australiano estaba cerrado. Por suerte, unos mochileros que bebían cerveza a la puerta de su cabaña, alumbrados por un farol de keroseno, tuvieron compasión de mí, y me indicaron el camino de la playa, donde encontré por fin el Nemberala Beach Resort y a su encantador propietario, que se quedó muy sorprendido de mi llegada por tierra. Al parecer, el hotel estaba orientado hacia surferos australianos con bastante pasta, que llegaban desde Australia en yate y fondeaban frente a la playa, pero no estaban acostumbrados a recibir “mochileros”. Cuando le pedí algo de cenar y una cerveza bien fría, me puso un muslo de pollo con patatas fritas, que me supo a gloria, y la única cerveza verdaderamente fría de todo el viaje, con la botella cubierta de escarcha.

El hotel estaba formado por un conjunto de cabañas rodeando una piscina, justo al borde de la playa. Aunque ahora se ha transformado en un auténtico resort de lujo, entonces estaba en sus comienzos, y era bastante “básico”. La energía eléctrica procedía de un pequeño generador que se apagaba a las diez de la noche, las comidas se tomaban en un cobertizo abierto por los cuatros costados y techado con paja, y los platos se servían protegidos por una especie de cúpulas de rejilla, para evitar que se posaran las numerosas moscas. Para lavarse y refrescarse, en cada cabaña había un mandi,  el sistema indonesio de baño consistente en un depósito de cemento de un metro de alto por unos cuarenta centímetros de ancho, lleno de agua, con un grifo para rellenarlo y un cacito de plástico para coger agua, que lo mismo servía para echarla al inodoro a modo de cisterna manual, que para tirártela por la cabeza en simulacro de ducha. Al llegar a la habitación al atardecer, quemado por el sol y la sal, me daba una ducha de agua fría en el mandi, y a continuación sostenía una verdadera carrera contra los mosquitos. Había que echarse rápidamente la crema hidratante, y encima el repelente anti mosquitos, pero aun así conseguían acribillarte en cuestión de segundos. Después de la cena, a la cama, para intentar dormirme antes de que apagaran el generador y se parara el ventilador de techo. Una vez dormido, y suponiendo que la mosquitera no tuviera ningún agujerito por el que pudiera colarse una docena de mosquitos, llegaban las hormigas rojas, contra las que no había repelente ni mosquitera que valiera de protección.

La playa de Nemberala es una de las más bonitas que he visto en mi vida, aunque más apropiada para el surf que para el baño. Enormemente larga, parecía no tener fin por ninguno de sus extremos. Al borde de la arena crecían grupos aislados de cocoteros y mangles, que formaban sombrillas naturales en las que refugiarse del sol inclemente. En paralelo a la playa se extendía un arrecife de coral que la protegía del fuerte oleaje, y más allá estaban fondeados al menos una docena de yates, en los que vivían los surfistas, que salían mañana y tarde a cabalgar las enormes olas. Antes de romper sobre el arrecife, las olas formaban unos tubos de más de tres metros de diámetro, dentro de los cuales desaparecían los surfistas.

Por cierto, estando en la playa llegó a nado desde uno de los barcos un tripulante indonesio, que al enterarse de que era español me saludó con un rotundo “¡Hola, cabrón!”. Resulta que unos españoles para los que había trabajado en cierta ocasión le habían dicho que ese era el saludo habitual en España.

Intentando llegar al final de la playa, cosa que no conseguí, llegué a una zona de salinas artesanales, formadas por docenas de conchas de almeja gigante, llenas de agua de mar que se evaporaba al sol.

Además de la contemplación de la playa en sí, de las evoluciones de los surferos y de las puestas de sol sobre el mar, solo comparables con las de La Caleta en Cádiz, lo que más me impresionó de la isla de Roti fueron los gitanos del mar.

Al segundo día en la isla, mientras recorría una de las calas del sur, apareció en el horizonte un pinisi, una goleta de madera de unos setenta pies de eslora, con sus dos palos y sus velas cangrejas, que se fue acercando al arrecife y sorteando la rompiente, hasta embocar el canal de acceso a la playa. En cuanto tocó tierra, se bajaron una docena de hombres vestidos como piratas: faldas arremangadas a la altura de la rodilla, pañuelos rojos a la cabeza, y unos enormes machetes colgando de unos cinturones de cuero de más de diez centímetros de ancho. Eran los orang laut o bugis, los gitanos del mar, pertenecientes a una tribu malayo-indonesia, que tradicionalmente se había dedicado a la piratería, y que con el establecimiento de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales se vio obligada a reconvertise al comercio entre islas. Tienen su base en el norte de Célebes, pero sus viajes comerciales se extienden desde las islas de Andamán, bajando por las costas de Birmania y la península malaya, hasta los archipiélagos de Riau, Tujuh, Balam y las islas menores de la Sonda. Son los auténticos piratas malayos de las novelas de Salgari, y siguen haciendo una vida muy similar a la de entonces. Aunque los orang laut suelen tener viviendas permanentes en Célebes, lo habitual es que toda la familia se embarque y viva a bordo durante sus periplos.

Vararon la goleta en la playa aprovechando la marea alta, e improvisaron rápidamente un campamento, con lonas colgadas de cabos extendidos entre las palmeras. Las mujeres que venían a bordo encendieron fogatas de ramas de palmera y se pusieron a cocinar, mientras los niños jugaban, corrían y se bañaban en la playa. A continuación, los hombres fueron descargando toda clase de mercancías, montando un mercadillo en la misma playa. Mientras tanto, iban llegando numerosos habitantes de las islas, cargados con productos locales. Los orang laut, en una estampa que recordaba las novelas de Jack London o de Joseph Conrad, vendían sobre todo productos manufacturados, como sillas y cubos de plástico, ropa y calzado barato, sacos de arroz, bidones de aceite vegetal o cajas de coca cola, y compraban copra (la fibra que rodea los cocos, que se sigue usando para extraer aceite) y aguardiente de palma, que se elabora de forma casera dejando fermentar unas horas la savia de la palmera y luego destilando el “vino” resultante.

La escena me traía a la imaginación la llegada de los mercaderes fenicios a la bahía de Cádiz. La llegada de los barcos a la playa, la curiosidad de la población local, el regateo, el intercambio de productos, la iluminación a base de candiles humeantes y malolientes de aceite de coco… Debió ser algo muy parecido a lo que estaba viendo.

Otra buena excursión fue el recorrido hasta el otro extremo de la isla, esta vez a plena luz del día y en la camioneta del hotel. Como necesitaban ir de compras a Ba’a, la capital, me ofrecieron llevarme con ellos y aprovechar para conocer el resto de la isla. En sus escasos 1.200 kilómetros cuadrados, la isla alberga nada menos que siete idiomas: Bilba, Dengka, Lole, Ringgou, Dela-Oenale, Termanu y Tii, aunque todos ellos tienen una raíz común. Sin embargo, esta diferencia de idiomas no se detectaba en ningún otro aspecto de su cultura. Las casas de paja con las vigas del tejado decoradas con tallas en madera, los llamativos sombreros de paja de los hombres, de más de medio metro de alto, el casi monocultivo de la palmera lontar, la  mezcla de razas malaya y melanesia, la religión animista en el interior, combinada con pueblos pescadores mayoritariamente musulmanes, daban lugar a un paisaje a la vez monótono y pintoresco. Por cierto, el lenguaje de relación entre los distintos grupos culturales de Roti, como en todo el resto del país, es el bahasa indonesia, un idioma artificial creado a raíz de la independencia, y basado precisamente en el vocabulario que usaban los gitanos del mar para su comercio.

Después de unos días de relajo total en el “resort”, me subí con pena a la avioneta que me llevó de vuelta de Kupang, para enlazar con un vuelo a Sumba, la isla de las tumbas megalíticas, los sangrientos combates a caballo y la religión marapu.

Pero esa es otra historia

5 comentarios:

  1. ¿Vives todavía, Arturo, o nos cuentas tus aventuras desde el más allá? Fascinante es poco calificativo para lo que eres capaz de transmitir. Timor Oriental, los gitanos del mar en la isla de Roti, las puestas de sol en la playa de la Caleta como referencia universal, dentro de poco la isla de las tumbas megalíticas..... Nuestro admirado Emilio Salgari es un principiante al lado tuyo. Continua contándonos tus a aventuras, pls.

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  2. Durante unos minutos me has trasladado al otro lado del Mundo. Parece sencillo escribir así pero no lo es, o quizá la grandeza resida en hacer grande lo sencillo. No es un juego de palabras. Sigue contándonos tus aventuras, por favor, porque hay poco escritores que lo hagan tan bien.
    Ana Díaz

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  3. Coincido con ellos. Yo también he disfrutado viajando por un momento a Nemberala sin necesidad de equipaje ni de las interminables esperas y horas de vuelo. ¿Estuviste allí?, ¿te lo contaron estando cerca?, ¿lo imaginaste?
    Y... ¿para cuándo la próxima?

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  4. En respuesta a Mª Teresa,tengo que aclarar que lo que cuento no me lo inventoni me lo contó nadie. Tuve la inmensa suerte de estar allí y vivir esas experiencias. Pero también tengo que reconocer, parafraseando a nuestro presidente del gobierno, que "todo es verdad, menos algunas cosas".

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  5. Tengo que pedir disculpas a José Ramón y a Ana. Por mi desconocimiento en el manejo de los blogs, pensaba que había respondido a sus comentarios, pero me acabo de dar cuenta de que no era así. En primer lugar, agradecerles a los dos sus opiniones.
    Y luego prometer que, durante las próximas semanas, iré escribiendo un relato cada viernes, mal que os pese.
    Ahora vienen un par de episodios más flojos, los de Bali, pero os aseguro que cuando cambiemos de isla se os van a poner los pelos de punta....

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