viernes, 31 de enero de 2014

Temporada de tomate

eritePara ir al primer relato de esta serie, pincha aquí.

Cuando a finales de julio del año 2.000 María, mi mujer, y yo aterrizamos en la isla de Célebes, que es como se llama Sulawesi en castellano, no teníamos ni idea de los líos en que nos estábamos metiendo. Simplemente, seguíamos los consejos que cuatro años antes nos habían dado unas madrileñas que habían estado en el país Toraja y que contaban maravillas de aquella zona de Indonesia (véase “el paraíso terrenal”).

Después de dos días en avión desde Jerez, al llegar a Ujung Pandang (la actual Makassar), lo primero que queríamos era llegar a un hotel, ducharnos, cambiarnos de ropa y descansar un poco. Ya un poco repuestos, salimos a dar un paseo por el centro de la ciudad.

Primero entramos en Fort Rotterdam, el antiguo fuerte holandés, semiabandonado. Paseando por las murallas, nos llegaron unas palabras en español desde uno de los pabellones construidos en el patio del fuerte. Bastante sorprendidos, entramos en el edificio, para encontrarnos ¡con una clase de español! El maestro, indonesio, se defendía como podía en nuestro idioma, pero las alumnas, en plena adolescencia, eran un verdadero desastre. El maestro nos hizo pasar, y nos pidió que habláramos un rato con las alumnas. Totalmente imposible. No sabíamos si la vergüenza, su bajísimo nivel de conocimientos, o la sorpresa de encontrarse con unos españoles por primera vez en su vida, les impedían abrir la boca. No eran capaces de contestar ni a las preguntas más sencillas, enunciadas por nosotros lenta y claramente. El maestro estaba bastante abochornado, hasta que les repetí las preguntas en indonesio y siguieron sin contestar, tapándose la boca con la mano y ocultándose unas detrás de otras. Estaba claro que su silencio solo podía achacarse a la timidez. El maestro nos explicó que utilizaba como libro de texto un folleto preparado por unos vascos que habían establecido una base de pesca en la ciudad, y que, poco dispuestos a aprender el idioma local, habían preferido preparar para sus empleados locales un manual español – indonesio, con frases tan útiles como “una de rabas, dos de champis y tres cervezas, por favor”. Menos mal que no habían optado por enseñarles euskera.

Siguiendo hacia el centro, llegamos a la zona más comercial, donde aún se podían ver las ruinas ennegrecidas de los templos y negocios chinos quemados en los disturbios de dos años antes. Incluso el templo más antiguo de la ciudad había quedado arrasado por una bomba incendiaria.

Estos progrom contra la comunidad china eran recurrentes en Indonesia. Los chinos llevaban cientos de años instalados en la zona, primero como comerciantes y luego, durante la colonización holandesa, como coolies en las plantaciones de caucho y copra. Su filosofía de apoyo mutuo, dedicación absoluta al trabajo y ahorro de todo gasto superfluo los había llevado a acumular una riqueza considerable, de forma que en aquel momento controlaban la mayoría de los negocios. Si te encontrabas a un grupo de hombres de negocios gordos, con un buen todo terreno, casi con total seguridad eran de origen chino. Como además constituían un grupo social cerrado y endogámico, no era de extrañar que, al menor pretexto, cualquier demagogo azuzase a las masas descontentas para saquear e incendiar los establecimientos chinos.

Al recorrer el puerto tradicional, repleto de goletas pinisi de madera (véase “los gitanos del mar”), no puede resistir la tentación de ponerme a hablar con los tripulantes de una de ellas, aburridos después de que los coolies hubieran terminado la descarga, y esperando a que subiera la marea para zarpar. Cuando conseguí explicarles que me dedicaba a la construcción naval, me invitaron  a subir a bordo, que es lo que yo andaba buscando. Subí sin problemas por  la plancha, un tablón de madera de unos treinta centímetros de ancho, cinco de espesor y casi diez metros de largo, por la que minutos antes subían y bajaban los cargadores con sacos de arroz al hombro. Una vez a bordo, me enseñaron la maquinaria, en la que no había nada que destacar, y que solo usaban para maniobras o cuando fallaba el viento. Lo más interesante era el sollado o dormitorio de la tripulación. Era un local de unos veinte metros cuadrados, de poco más de metro y medio de ancho, alumbrado con candiles. Por dentro había que andar muy agachado, para no darse con la cabeza en los baos. Una apertura en el mamparo hacía de puerta, y unas portas en el costado, sin cristales, daban algo de luz y ventilación al sofocante interior. El mobiliario se reducía, exclusivamente, a unas cuantas esteras enrolladas que hacían las veces de colchoneta, y a los típicos cofres marineros, donde cada tripulante guardaba sus ropas y objetos personales. Y ahí vivían durante semanas. Me dijeron que, cuando viajaban con sus familias, ese sollado se reservaba para las mujeres y los niños, y que los hombres dormían donde podían. En cubierta si hacía buen tiempo, y en pañoles y bodegas si llovía.

Lo malo fue cuando llegó la hora de desembarcar. La marea había seguido bajando, y la plancha, que cuando subí tenía solo una ligera pendiente, ahora parecía un tobogán. Muy resuelto, coloqué un pie en la plancha, luego el otro, y ahí se acabó mi valor. Aquello se cimbreaba como si fuera a romperse, a mí me entró un vértigo horroroso, y a duras penas conseguí retroceder hasta la borda. Menos mal que vino en mi ayuda uno de los tripulantes, y con las manos apoyadas en sus hombros y todo el bochorno del mundo, conseguí bajar a tierra.

Desde el puerto llegamos al paseo marítimo, que se extendía sobre los vestigios de lo que en su día fue una playa, y que ahora no era más que una estrechísima franja de arena, en la que desembocaban los desagües de la zona.

A lo largo de este paseo, animadísimo, según caía el sol se iban instalando uno tras otro los warung. Eran unos carritos, parecidos a los de nuestros heladeros, que elaboraban todo tipo de alimentos en unas condiciones higiénicas que se podían asociar con la pronunciación hispana de su nombre (guarrún). Allí se podía comer desde Coto Makassar, un guiso muy especiado de sesos, lengua y tripas de vaca, hasta Pissang Epe, plátanos fritos aplastados, fritos en aceite de coco y cubiertos de azúcar de palma. Los Pissang se podían acompañar también de rodajas de Durian, un fruto delicioso con un olor tan fuerte a cloaca, que en sitios más civilizados, como el metro de Bangkok, sigue estando prohibido su consumo.

Un tanto reticentes ante la falta de higiene de los warung, preferimos meternos en el Kios Semarang. Con un ambiente similar al del Teddy’s Bar (véase “Todo empezó en Kupang), estaba lleno de hombres de negocios indonesios y extranjeros, agentes de váyase a saber qué agencias, y beer girls, las chicas de la cerveza. La misión de estas chicas, guapas, jóvenes y vestidas con minifalda y la camiseta de una marca de cerveza, era la de hacerte consumir la mayor cantidad posible de la cerveza que promocionaban. No sé si detrás de todo esto se ocultaba algún tipo de prostitución, aunque visto el ambiente del local no me habría extrañado nada. En nuestro caso, probablemente por ir acompañado por mi mujer, se limitaban a estar muy atentas a nuestros vasos, rellenarlos en cuanto se vaciaban, y ofrecernos otra botella si acabábamos la que teníamos en la mesa. No es de extrañar que esa noche llegáramos al hotel un tanto contentos.

El Kios Semarang era un edificio de cuatro o cinco pisos, en primera línea del paseo marítimo, y cuyo ambiente se iba haciendo menos denso conforme ibas subiendo pisos. La planta baja, con poca luz, billares, y decoración estilo inglés, tenía un aire bastante mafioso, pero en la última, un ático con azotea abierta al mar, se disfrutaba de buenas vistas, aire fresco, y las mejores ancas de rana que he probado en mi vida.

A la mañana siguiente, y luego de una rápida visita a los Grandes Almacenes Matahari para ponernos al día de la moda indonesia y completar un poco nuestro escaso equipaje, nos fuimos a una playa cercana al puerto, en la que se iba a celebrar un “festival militar por tierra, mar y aire”. Tremendo ambiente, docenas de warung y otros vendedores ambulantes, cientos de espectadores, y dos guiris, nosotros. Tras una larga espera, por fin se desarrolló un simulacro de desembarco aeronaval, aunque un tanto cutre para la expectación que allí había. Entre gritos de admiración del público y lloros de los niños más pequeños, apareció un helicóptero del que descendieron por cuerdas cuatro paracaidistas, y una lancha de desembarco LCM-8 cargada con un transporte blindado de personal. Del vehículo, ya en la playa, salieron cuatro infantes de marina con la cara pintada, que encendieron unas bengalas. Eso fue todo.

En varias ocasiones he mencionado las preguntas de cortesía que solían cruzarse dos desconocidos. Una de esas preguntas habituales, una vez averiguado mi estado civil, era la de cuántos hijos tenía. Cuando contestaba que ninguno, me solían mirar con una mezcla de extrañeza y compasión, proponiéndome diversos remedios. Al visitar el mercado central de Ujung Pandang pasó lo mismo. Un anciano que nos saludó a la entrada, al conocer mi problema me llevó rápidamente a un puesto en el que tenían una palangana llena de sanguijuelas, del tamaño aproximado de un espárrago grueso. No quise ni preguntarle cómo se utilizaba aquel remedio…

La ciudad no daba mucho más de sí, por lo que al día siguiente nos dirigimos a la terminal de autobuses, y nos embarcamos en un Bis Ekspres para Rantepao, en el interior de la isla y capital económica del país Toraja. Nada que ver con los autobuses de viajes anteriores. Aire acondicionado, pocas paradas, nada de sacos de arroz entre las piernas, y sobre todo, nada del kelilin kelilin que te llevaba de puerta en puerta recogiendo y dejando a todos los pasajeros, uno por uno. Pese a eso, el viaje de unos trescientos kilómetros duraba más de ocho horas.

En Rantepao nos alojamos en un wisma, categoría intermedia entre la de pensión y la de hotel, con un ambiente entre familiar y mochilero que hacía la estancia muy agradable. Las habitaciones solo se usaban para dormir, ya que eran demasiado oscuras como para hacer vida en ellas, y tampoco había buena luz eléctrica para leer. O sea que la mayor parte del poco tiempo que pasábamos en el wisma nos dedicábamos a hacer vida social con los demás guiris, que se sentaban en el corredor cubierto del primer piso a leer, a charlar y a vigilar sus respectivas coladas por si llovía. En los hoteles baratos de Indonesia lo habitual era que cada uno se lavara su propia ropa, e incluso se consideraba una ofensa dar a lavar la ropa interior.

Rantepao era una ciudad agradable, con un clima suave debido a sus ochocientos metros de altura sobre el nivel del mar, y con servicios suficientes para los viajeros. Había muchos hoteles de todas las categorías, bancos, restaurantes, agencias de viaje, casas de cambio y un buen mercado de ganado cada seis días. También había ladrones, que me robaron la cámara de fotos al segundo día de llegar, pero todos los indonesios a los que se lo comenté me dijeron que tenían que haber sido otros guiris, porque los indonesios nunca robaban. Creo que tenían razón.

La primera actividad, al día siguiente, fue asistir a un tomate, que es que como denominaban en idioma toraja a los funerales. Aunque los toraja eran oficialmente cristianos, pertenecían a una iglesia local, la kristian toraja, sin relación con las demás iglesias cristianas más conocidas. Y esa religión conservaba muchas creencias y ritos animistas y de culto a los antepasados. Por eso, los tomate eran un espectáculo muy importante desde el punto de vista social y religioso, a la vez que resultaban tremendamente pintorescos. Lo de “Temporada de tomate” que da título a este relato se refiere a que, para facilitar la asistencia de los parientes emigrados a otras zonas del país, la mayoría de los tomate se celebraban en agosto, como sucede en España con las fiestas patronales de muchos pueblos.

Para asistir a un tomate había que mantener ciertas reglas de urbanidad. En primer lugar, no era un espectáculo público, sino una ceremonia privada. Por eso, para asistir a uno era muy conveniente contar con la invitación de algún familiar más o menos directo. Rantepao, una ciudad bastante turística, no era como Waikabubak (véase “La religión de los gusanos”), en donde se consideraba un honor recibir a un extranjero en un funeral. Por suerte, este obstáculo lo resolvimos contratando a Bambang, un guía local perteneciente a la familia del difunto. Por un módico precio nos recogió en el hotel, nos llevó en transporte público hasta las cercanías del lugar de la ceremonia, nos presentó a la familia y nos fue explicando lo que iba sucediendo.

Otro de los requisitos era colaborar de alguna manera a los gastos del tomate, muy cuantiosos. Siguiendo los consejos de Bambang,  compramos un paquete de un kilo de azúcar y un cartón de cigarrillos kretek, que luego entregaríamos como ofrenda. Se consideraba suficiente para unos guiris sin relación familiar ni de amistad con el muerto.

Después de un breve recorrido en bemo, Bambang nos fue guiando por un recorrido inextricable de un par de horas por los estrechos senderos que bordeaban los arrozales, empapados por la lluvia y con barro hasta las rodillas. Cada pocos minutos nos avisaba: Hati hati, liching, que literalmente significa “Hígados, resbala”.

Por fin llegamos al kampung que buscábamos. Sobre un terraplén se elevaba la gran vivienda familiar, con un tejado de muchos metros de alto en forma de barco, sostenido por unos postes tallados, pintados, y decorados con las cornamentas de más de cuarenta búfalos de agua, a los que habían sacrificado en anteriores festejos.

Frente a la casa se extendía un espacio despejado de un par de hectáreas, donde tenía lugar la ceremonia, y a los lados de esta explanada habían construido unos pabellones provisionales de bambú, sin paredes, con suelo de estera y tejados de paja, en los que se acomodaban las distintas ramas de la familia. Bambang nos llevó primero a la escalinata de la casa grande, a presentarnos a la viuda y demás familia cercana para entregarles nuestros regalos, y luego al pabellón que nos correspondía.

Nos descalzamos para no llenar de barro las esteras del suelo, y pasamos un buen rato hablando con los familiares con los que compartíamos espacio. Creo que lo más interesante de la charla fueron una serie de expresiones de cortesía en idioma toraja que nos enseñaron, pero que por desgracia he olvidado completamente.

Mientras, seguían llegando los grupos de visitantes de distintas aldeas, cargados con regalos más o menos valiosos según su grado de parentesco o los favores que le debían al difunto. Dos años después, con motivo de la boda en El Escorial de la hija de nuestro entonces presidente del Gobierno, recordé esta costumbre.

Especialmente espectacular fue la llegada de un grupo de turistas de Nouvelles Frontieres. Para mantener el prestigio de su agencia de viajes, los guiris más robustos cargaban con un cerdo vivo de más de doscientos kilos, que llevaban sobre andas y que entregaron a la viuda entre aplausos de los asistentes.

Poco a poco se iba llenando el campo de ceremonias, y flotaba en el ambiente que iba a pasar algo gordo. Los nervios de nuestros anfitriones iban en aumento, hasta que en un momento dado, un crescendo de la música señaló la aparición de un grupo de hombres trayendo no menos de una docena de búfalos. Los animales berreaban y tiraban con todas su fuerzas de las cuerdas con las que los arrastraban, creo que oliéndose lo que les esperaba.

Bajo las órdenes que el sacerdote impartía con un megáfono, los hombres se lanzaron machete en mano sobre los búfalos. Los degollaron limpiamente, dejando que la sangre se mezclara con el barro de la explanada, y a continuación los descuartizaron sobre el mismo fango, repartiendo los pedazos entre los asistentes. Cada rama de la familia, instalada en un pabellón diferente, recibió su porción, con la que más tarde prepararían un guiso. El hígado, la parte más preciada, se le entregó al sacerdote, y los cuernos se dejaron a un lado, para clavarlos más adelante en el poste de la casa familiar. Los chillidos de los animales, las órdenes del sacerdote, el fuerte olor a sangre y excrementos y la excitación de todos los asistentes señalaban la culminación de las ceremonias por ese día. El tomate seguiría durante los días siguientes, pero nosotros no estaríamos allí para verlo. Bambang consideró que era el momento prudente para retirarnos.

Los días siguientes los dedicamos a recorrer las aldeas de los alrededores, combinando recorridos en bemo regular con buenas caminatas. Los principales puntos de interés eran las casas tradicionales y los enterramientos, aunque cualquier aldea tenía algo interesante para nosotros. De las casas tradicionales, muy frecuentes en la zona, ya he hablado más arriba. Simplemente, recordar que según una antigua tradición toraja, los primeros habitantes habían llegado por mar y construido su primer alojamiento varando su barco en la playa y cubriéndolo con una lona colgada sobre un cabo tendido entre dos palmeras. Esto explicaba perfectamente la forma de las casas, pero no encajaba con el hecho de que Tana Toraja fuera una zona montañosa, sin acceso al mar. Quizás llegaron por mar y poco a poco fueron desplazados por los pescadores musulmanes hacia las montañas del interior.

Reconozco que esta serie de relatos tiene una fijación especial con los ritos funerarios, pero es que es un asunto que siempre me ha interesado, y en el país Toraja había mucho que aprender sobre este asunto. Por ejemplo, los enterramientos merecían una mención especial. Creo que en ningún país del mundo me he encontrado algo parecido, por eso insisto con el tema.

Los cadáveres de los niños pequeños, como se suponía que no tenían alma, se introducían en una hendidura practicada en algún árbol sagrado. Con el tiempo la hendidura cicatrizaba y el cadáver quedaba encerrado en el propio árbol, retornando así a la naturaleza. La verdad es que impresionaba encontrarse en mitad del bosque un grupo de árboles sagrados, con sus cicatrices en el tronco y los restos de ofrendas a sus pies, sabiendo que estaban llenos de cadáveres infantiles.

Para los difuntos adultos, el rito era completamente diferente. Los cadáveres, después de celebrado el tomate  y metidos en ataúdes de madera sin desbastar, se colocaban en acantilados, bien en cuevas o bien en simples estantes de madera clavados en la parte más inaccesible de la pared. Como con el tiempo los estantes se iban pudriendo,  y los ataúdes acababan cayéndose, era frecuente encontrarse al pie de los acantilados restos de esqueletos, que alguna mano piadosa se encargaba de apilar artísticamente.

En los mismos acantilados se excavaban una especie de balcones, en los cuales se colocaban efigies a escala reducida de los difuntos, con un estilo realista a la vez que naif. Las imágenes, realizadas en madera, se vestían y pintaban para darles más semejanza con el difunto, y solían incorporar algunos atributos que recordaran su rango. Por ejemplo, un militar no solo vestía uniforme, sino que llevaba en las manos un AK47 de madera. Un profesor de universidad, con toga, birrete y gafas, se acompañaba de un libro. Una mujer podía llevar un bolso, una rueca, unas agujas de hacer punto o cualquier otro instrumento doméstico. Y en las esculturas más recientes se podía verificar la incorporación de la mujer a nuevos oficios, ya que aparecían enfermeras, militares y maestras. Eso sí, para evitar los espolios de las imágenes más antiguas llevados a cabo por anticuarios sin escrúpulos, muchos de estos balcones contaban con unas barajas metálicas, que se cerraban por las noches.

Durante estos días fuimos haciendo amistad con otros huéspedes del hostal, con los que a veces quedábamos para salir de excursión. Entre ellos merece la pena destacar a una inglesa que nos contó su triste historia: tras un ligue relámpago en una fiesta salvaje de un pub británico, se casó y a los pocos días se fue a vivir a Australia con su marido. Allí descubrió que era un borracho y un maltratador, por lo que lo dejó plantado rápidamente y decidió volverse a Inglaterra, previo descanso en Sulawesi. Años más tarde nos visitó en Cádiz, yo le devolví la visita en Exeter, y por fin nos escribió contando que había vendido su casa y que se iba en su barco rumbo al Caribe. Nunca he vuelto a saber de ella.

Había una curiosa pareja italiana, él dentista, ella ejecutiva, relativamente jóvenes pero muy viajados. Al finalizar una de las excursiones, y mientras esperábamos un bemo que nos devolviera a Rantepao, se reunieron a nuestro alrededor todos los niños de la aldea. No hizo falta mucho tiempo para que uno de ellos, señalando al italiano, gritara: “¡Mister Bean!”, rápidamente coreado por los demás chiquillos. Entonces nos dimos cuenta del tremendo parecido entre el italiano y el actor británico Rowan Atkinson, que nadie de nuestro grupo había detectado hasta ese momento. Casualmente, años más tarde nos encontramos a esta misma pareja en una capital de provincia de Laos, a orillas del Mekong, pero esa es otra historia…

También estaba una pareja neozelandesa de unos sesenta años, regordetes y siempre sonrientes, que en los restaurantes solían pedir refrescos, que luego reforzaban con una petaca de ginebra que siempre llevaban encima.

Dos de los personajes más curiosos eran deportistas, cada uno a su manera, y muy diferentes entre sí. Uno era un holandés alto y fibroso, que apareció en bici, horrorizado tras sus primeras etapas por las carreteras indonesias. No solo no había carril-bici como en Holanda, sino que imperaba la ley del más fuerte, y los camiones le adelantaban a escasos centímetros de la bici, tocando el claxon para más inri. Después de esa experiencia, abandonó su intención de recorrer Sulawesi en bici, y decidió seguir su viaje en transporte público. Así quedó condenado a arrastrar por toda la isla su magnífica bicicleta, desmontada. El otro deportista era un italiano, con hechuras y vestimenta de Rambo, que venía dispuesto a cruzar a pie la zona más salvaje y selvática del centro de la isla. ¡Hay gente pa tó!

Siguiendo nuestro programa inicial, a los tres o cuatro días de estar en Rantepao nos fuimos a la estación de autobuses para reservar billetes hacia Tentena, una ciudad en las orillas del lago Poso desde la que pensábamos explorar el parque nacional Lore Lindu. Nuestra sorpresa llegó cuando, recordando el viaje a Timor Oriental, el empleado se negó a vendernos los billetes, alegando la situasi, la situación. Cuando insistimos en preguntar qué pasaba con la situasi, nos soltó el ya conocido ada masala, hay problemas.

Esta vez, y como consecuencia de mi experiencia anterior en Timor, antes de salir de España me había preocupado de entrar en la página web del Ministerio de Asuntos Exteriores, para consultar las zonas de riesgo en Indonesia. Allí avisaban de que había zonas de conflicto a las que desaconsejaban viajar bajo ningún concepto, como el norte de la isla de Sumatra y todo el archipiélago de Molucas; otras zonas se consideraban de riesgo medio, y el resto del país lo declaraban sin riesgo, incluyendo toda la isla de Célebes. Por eso no acababa de entender qué problemas podía haber.

Después de varios días insistiendo, por fin nos vendieron billetes para Pendolo, a orillas de lago Poso, junto con el grupo de guiris que he descrito más arriba y algunos más que no recuerdo bien. En cuestión de horas partiríamos hacia el norte, pensando en conocer las esculturas megalíticas de origen desconocido que encontraríamos en el Valle Bada. En realidad, nos encontramos metidos en pleno conflicto entre la Fuerza Roja y los Vampiros Negros. Pero esa es otra historia…

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