viernes, 7 de febrero de 2014

Fuerza Roja y Vampiros Negros



Como contaba en “Temporada de Tomate”, después de algunos días de espera en Rantepao, la capital cultural del País Toraja, en la isla de Célebes, por fin conseguimos que nos vendieran billetes para seguir viajando hacia el norte, en busca de las esculturas megalíticas del Valle Bada.
Al día siguiente, de acuerdo con las instrucciones de la empresa de transportes, nos presentamos en la estación de autobuses a las siete de la mañana, una hora antes de la salida prevista, para el “check in”. Nunca había tenido que hacer check in en un autobús, pero siempre se aprende algo nuevo.

Como deberíamos de haber supuesto conociendo la falta de puntualidad de los transportes públicos en Indonesia, a la hora señalada no estaba el autobús, el empleado de la agencia ni ningún pasajero indonesio. Eso sí, no faltaba ni un guiri, entre los que se encontraban los citados en el relato anterior.

Al cabo de un rato apareció el empleado, que nos aseguró que el autobús llegaría en cinco minutos. Se ve que esos cinco minutos no eran consecutivos, porque todavía pasó casi media hora hasta que lo vimos llegar.

La primera decepción vino al ver el autobús. Nada que ver con el ekspres que anunciaban, similar al del recorrido desde Ujung Pandang hasta Rantepao. A duras penas alcanzaba la categoría de ekonomi, no era más que un microbús bastante viejo, sin aire acondicionado ni asientos reclinables. Nos explicaron que el cambio de clase era debido a la situasi en el centro de la isla, pero seguíamos sin saber cuál era esa situasi.

Ya iban apareciendo los pasajeros indonesios, por lo que empezó el check in. Consistía en que los distintos empleados,  desde el que vendía los billetes hasta el conductor y su ayudante, nos iban pasando lista pasajero por pasajero, hasta unas diez veces en total. En una de esas listas nos subieron los equipajes a la baca, ya que dentro del microbús era evidente que no cabían. Entre esos equipajes estaba la bicicleta desmontada del holandés, que cargaría con ella el resto del viaje.

En otra toma de lista nos dejaron subir. María y yo corrimos a ocupar los asientos que nos parecieron más cómodos, junto a la puerta, donde en teoría podríamos estirar las piernas. Luego tuvimos que bajar todos para una nueva lista, y por fin nos subimos y arrancamos, con conductor, ayudante y cobrador. La primera parada, todavía dentro del pueblo, fue en la casa del dueño del autobús. Allí se bajó el cobrador, le entregó la recaudación, y el dueño se subió al autobús y pasó lista de nuevo para comprobar que no se había colado nadie sin pagar. La siguiente parada fue a unos kilómetros de Rantepao, pero en dirección sur. Íbamos a cargar combustible, ya que por lo visto hacia el norte no había ninguna gasolinera en muchos kilómetros. Ya con el depósito lleno retrocedimos hasta Rantepao y por fin comenzamos el verdadero viaje hacia Pendolo, una aldea a orillas del lago Poso en la que teníamos previsto pasar la noche. Eso sí, en la tercera pasada por Rantepao se subieron unos cuantos indonesios más que, como no quedaban asientos libres, se instalaron en el hueco de la puerta, donde deberían estar nuestros pies. Iban prácticamente sentados en nuestras rodillas, y allí se quedaron todo el viaje. Me da la impresión que el dinero de sus pasajes se lo repartieron entre los empleados del autobús, sin que le llegara nada al propietario. Era lo que en términos marxistas se conoce como reapropiación social de la plusvalía.

Durante ese tramo del viaje no había nada especial que reseñar. La carretera, de montaña, discurría a lo largo de valles estrechos cubiertos de selva secundaria, intercalada con grandes plantaciones de teca. Muy pocas aldeas, y casi nadie a la vista. A mediodía paramos a comer en lo que allí consideraban un restaurante de carretera. Consistía en un sombrajo de bambú y madera, encajado entre la carretera y un precipicio que caía sobre el valle. De hecho, una parte del restaurante estaba construido en el vacío, sobre pilotes clavados en la ladera. Muy práctico para el wáter, que no necesitaba instalación de fecales, pero un tanto vertiginoso.

La cocina la formaba un grupo de señoras, cada una con su fogón y su puchero o su wok, donde se podían elegir diversas sopas o los omnipresentes nasi goreng (arroz frito) y mie goreng (fideos fritos). Como soy una persona de costumbres, opté por lo que solía ser mi desayuno habitual, el nasi goreng spesial, que lo único que tenía de especial era un huevo frito en lo alto. Eso sí, cerveza del tiempo no faltaba.

Saciadas la sed y el hambre, cuando el conductor se despertó de la siesta arrancamos de nuevo hacia Pendolo. Dado que el autobús tenía su salida oficial de Rantepao a las ocho de la mañana, y que en teoría el trayecto duraba seis horas, nuestra intención inicial era darnos por la tarde un chapuzón la orilla del lago, para al día siguiente seguir viaje hacia el norte. Como en realidad salimos a eso de las diez de la mañana, y el viaje duró unas diez horas, hasta las ocho de la noche no llegamos a Pendolo. Normal.

A la entrada de Pendolo, ya noche cerrada, nos encontramos con un control militar fuertemente armado y protegido con sacos terreros. Al lado había una pensión con un aspecto deplorable, y el oficial al mando, después de revisar nuestra documentación, nos dijo que nos bajáramos del autobús y nos alojáramos en la pensión. Los indonesios obedecieron inmediatamente, pero yo había leído en una guía de viajes que, unos kilómetros más allá, había un hotelito agradable a orillas del lago. Así que, muy serio, le dije al comandante que nosotros íbamos al Mulia Hotel:

-         Kami mau ke Mulia Hotel (vamos al Hotel Mulia)

-         Mulia Hotel tutup (el Hotel Mulia está cerrado)

-         Maaf, bapak, Mulia Hotel tidak tutup. Kamis ada reservasi (perdone, señor, pero no está cerrado. Tenemos una reserva), lo cual era no solo absolutamente falso sino casi imposible, porque el hotel no tenía teléfono.

-         Baik lah, jalan jalan! (De acuerdo, adelante, adelante)

Falto de experiencia en el trato con guiris, el militar no quiso seguir discutiendo y nos dejó seguir, para gran cabreo del conductor y su ayudante. Cruzamos el pueblo, oscuro como boca de lobo, sin una sola luz, y a poco dejamos la carretera para internarnos por un sendero entre la maleza por el que a duras penas cabía el microbús. Al final del sendero nos encontramos con el hotel, que efectivamente tenía toda la pinta de estar cerrado. Ante nuestra insistencia, el conductor tocó varias veces la bocina. Cuando ya estábamos dispuestos a regresar con las orejas gachas a la pensión de la entrada del pueblo, apareció corriendo una empleada del hotel con una linterna. ¡Milagro!, íbamos a dormir en sábanas limpias. Aprovechamos para bajar nuestro equipaje y entrar todos los guiris corriendo en el recinto del hotel. El autobús se marchó.

La empleada no hablaba ni una palabra de inglés, por lo que lo primero que hicimos fue seguirla a recepción y arramblar con todas las llaves que colgaban del casillero. Sin hacer caso de sus protestas, fuimos inspeccionando todas las habitaciones que pudimos abrir, algunas de ellas con aspecto de estar ocupadas.

Acabamos instalándonos en unas cabañas sobre pilotes en primera línea de playa, y nos fuimos al comedor a intentar cenar y bebernos unas bien merecidas cervezas. De hecho, cuando irrumpimos en el comedor, las horrorizadas camareras nos dijeron que no había nada de comer. Después de lo que habíamos pasado para llegar hasta allí nos considerábamos invencibles, así que invadimos la cocina y conseguimos que nos organizaran una cena de emergencia, a base de nasi goreng y mie goreng.

Ya más descansados, por fin apareció el dueño del hotel, el primer indonesio que hablaba inglés desde nuestra salida de Rantepao. Entonces nos explicó por fin la situasi, y cuáles eran los problemas, mucho más serios de lo que nos pudiéramos imaginar. Cuando acabó de contarnos, comprendimos que si hubiéramos sabido lo que estaba pasando allí, no se nos hubiera ocurrido ir hasta allí.

La zona, originalmente animista y luego convertida a la rama Toraja del cristianismo, había ido recibiendo cada vez más inmigrantes de las islas más pobladas del país, dentro de la política oficial de transmigrasi, que pretendía transformar las selvas en cultivos y adjudicarles tierras a los campesinos pobres. Como estos inmigrantes eran mayoritariamente musulmanes, y se dedicaban a ocupar y desbrozar los bosques hasta entonces comunales, no tardaron en aparecer las luchas por la posesión de la tierra, vestidas de conflicto religioso.

Dos años antes de nuestra visita había estallado una disputa entre musulmanes y cristianos por el control del ayuntamiento de Poso, capital de la provincia de Sulawesi Central, a unos cien kilómetros al norte de Pendolo. Rápidamente se formaron dos milicias, una cristiana, la Fuerza Roja, y otra musulmana, los Guerreros de la Cueva de los Vampiros Negros. Armadas fundamentalmente con escopetas de caza, machetes y cócteles molotov, pero también con los AK47 que no suelen faltar en ningún conflicto armado, se dedicaron a matar “al diferente”. Los nombres de las milicias eran como de película serie B, pero en los dos años que llevaban de conflicto ya habían muerto cientos de personas. Otras 75.000 habían tenido que abandonar sus viviendas, dentro de una limpieza religiosa que hacía muy peligroso vivir en una zona con mayoría de la otra religión.

Dentro de este conflicto, hacía solo tres meses que los milicianos de la Fuerza Roja habían asesinado a docenas de Vampiros Negros que se habían rendido previamente. O sea que decir que a nuestra llegada el ambiente estaba tenso no era más que un eufemismo.

Y de todo esto, nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores ni se había enterado. No sé a qué se dedicaba nuestro bien pagado embajador en Yakarta o nuestros servicios de inteligencia, si es que los teníamos.  Cuando regresamos a España, en su página web seguían considerando Sulawesi como zona sin riesgo. Les escribí una carta de protesta, pero nunca me contestaron.

A la mañana siguiente, en el hotel nos confirmaron que no tenían nada para desayunar, ni siquiera a los precios desorbitados que pagábamos los guiris. Cuando los más osados salimos a dar un paseo por el pueblo en busca de algún alimento, se nos descubrió el conflicto en toda su crudeza. Decenas de casas incendiadas y comercios saqueados formaban el paisaje después de una batalla. Las casas que seguían en pie tenían unas cruces bien grandes pintadas en la fachada, para indicar a las milicias cristianas, predominantes en esta aldea, que estaban de su lado. Supongo que las casas quemadas eran todas de musulmanes, y no quiero ni pensar en cuánta gente podía haber muerto por un conflicto tan lejano como el control de la alcaldía de la capital. Los supervivientes nos miraban con una mezcla de sorpresa y recelo, y ni siquiera los niños sonreían. En los restos de lo que había sido una tienda de comestibles nos vendieron por una miseria un enorme racimo de plátanos, lo único comestible que pudimos encontrar.

Se nos quitaron las ganas de seguir paseando por el pueblo, y nos volvimos al hotel para organizar un desayuno con los plátanos, e intentar solucionar nuestra salida de allí lo antes posible. Lo del desayuno no fue difícil, la cocinera nos preparó unos banana pancakes con leche condensada y Nescafé, pero lo de salir del pueblo no era tan fácil. Todos queríamos seguir hacia el norte, pero la carretera que rodeaba el lago cruzaba la línea de alto el fuego y era objeto de frecuentes ataques de ambos bandos, por lo que habían suspendido el servicio de autobuses. No nos quedaba otra opción que cruzar el lago en barco, y al final conseguimos contratar entre todo el grupo un catamarán que al día siguiente nos llevaría hasta Tentena, en el extremo norte del lago. Por lo que pagamos, en condiciones normales creo que habríamos comprado el barco entero. Justo castigo a nuestra inconsciencia.

Pasamos el resto del día bañándonos en el lago y sesteando en nuestras cabañas, tratando de asimilar lo que habíamos visto, hasta que llegó la hora de cenar. Aunque no había mercados, y casi todo el tráfico de mercancías estaba interrumpido, la cocinera consiguió prepararnos un menú algo más variado que el de la víspera.

Cuando estábamos todos sentados en el comedor del hotel, de pronto se abrió la puerta y entró en el local una docena de hombres, vestidos de paisano y armados con fusiles de asalto Kalashnikov y lanzagranadas RPG-7. Nunca olvidaré al primero en entrar, que parecía el jefe del grupo, vestido con un plumífero rojo y unas zapatillas Adidas, y con un subfusil Uzi en las manos.

En ese momento pensé que se nos había acabado el viaje, y quizás algo peor. En aquel ambiente violento de guerrillas y emboscadas, podía pasarnos cualquier cosa, desde un simple secuestro para pedir rescate hasta que directamente se deshicieran de los que podían considerar testigos incómodos. Sin olvidar que, en una zona sin cajeros automáticos ni tarjetas de crédito, era inevitable que cada viajero llevara encima una cantidad de dinero considerable, motivo suficiente para desvalijarnos.

Por suerte, antes de que cundiera totalmente el pánico se aclaró el asunto. No eran guerrilleros, sino un grupo de paracaidistas de las fuerzas especiales del ejército regular indonesio, enviados allí por el gobierno para intentar separar a los bandos en conflicto, desarmarlos y proteger a la población civil. Al regreso de su patrulla diaria, se habían vestido de paisano para ir a tomar unas cervezas al comedor del hotel, en el que también estaban alojados. Pero como las milicias seguían muy activas en la zona, no se les ocurría moverse sin ir fuertemente armados. Especialmente en zona cristiana, pues el ejército tenía una fama bien ganada de ser claramente favorable a los musulmanes.

Acabamos confraternizando con los militares dentro de ciertos límites, y hasta traduciendo al indonesio nuestro “Todo por la Patria”, que a ellos les pareció una ñoñería frente a su lema de “Hasta la victoria o la muerte”. Mis conocimientos de indonesio no alcanzaban para traducirles el himno de la Legión, que sin duda les habría encantado, pero al menos rompimos el hielo y pudimos acabar la cena sin más sobresaltos.

Un año después de nuestra estancia en Sulawesi, me enteré de que se habían sumado al conflicto militantes del grupo indonesio Lashkar Jihad, movimiento que ya estaba involucrado en la guerra civil de Molucas y cuyo fundador había luchado junto a los talibán en la guerra de Afganistán. Una intervención más decidida del gobierno indonesio ha conseguido poner fin a los enfrentamientos armados, aunque el conflicto sigue latente. Y los atentados con bomba en Bali en 2002 hicieron que Lashkar Jihad se disolviera oficialmente, aunque  de hecho ha seguido actuando en amplias zonas del país.

Al día siguiente cruzamos el lago como estaba previsto, y después de una travesía de solo dos horas desembarcamos en Tentena, un  pueblo de mayoría musulmana en el que no se notaban tanto los efectos del conflicto. Aunque también había casas y negocios quemados, digamos que habíamos cruzado la línea del frente.

Ya en Tentena, y aparentemente pasado lo peor, nuestro grupo se fue disgregando. El primero en marcharse fue Rambo, que había contratado y pagado en Ujung Pandang un guía para que lo esperara en Tentena y lo acompañara en su trekking de varios días a través de las montañas cubiertas de selva. Su problema fue que en Tentena nadie sabía nada del presunto guía. Evidentemente, había sido víctima de una estafa. Cuando consiguió entrar en contacto con la agencia de Ujung Pandang, después de intentar marearlo, le ofrecieron que volviera y le devolverían el dinero. No sé si llegó a volver a Ujung Pandang, pero de momento contrató a otro guía local que le prometió llevarlo hasta Kolonedale, una ciudad en el Mar de Banda, a través de la selva. Si conseguía llegar allí podría seguir su viaje por mar. Nunca más supimos de él.

El resto del grupo decidió dirigirse hacia las islas Togian, un pequeño archipiélago en el golfo de Tomini, ideal para la práctica del buceo entre arrecifes de coral. Para llegar a las Togian contrataron un taxista que los llevaría, vía Poso, hasta el límite oriental de la zona controlada por las milicias musulmanas. Una vez allí, tenían que caminar unos kilómetros por tierra de nadie hasta llegar a los primeros controles cristianos, donde esperaban conseguir otro taxi que los acercara a algún pueblo de pescadores para contratar un barquito que los llevaría a las islas. Años después me volví a encontrar a algunos de ellos, y me confirmaron que habían conseguido llegar hasta las islas, con bastantes dificultades y mucho miedo. Y que en las islas, lógicamente, no había ni un turista.

María y yo, fiados en mi relativo conocimiento del idioma e inasequibles al desaliento, queríamos visitar el Parque Nacional de Lore Lindu. Habíamos leído que en su interior había centenares de esculturas megalíticas de origen desconocido, y después de haber llegado hasta allí no nos lo podíamos perder. Como preferíamos gastar nuestro dinero con la población local, para que obtuviera algún beneficio de la declaración de parque nacional, rechazamos la oferta que nos hicieron en Tentena de organizarnos una excursión todo incluido, con guía, transporte privado, alojamiento en pensión completa y excursiones por el parque.

En su lugar,  reservamos dos plazas de primera en el único transporte colectivo disponible, un Toyota Land Cruiser de los antiguos, con cuna de carga, suspensión por ballestas y cesta delantera para llevar cerdos vivos. Los asientos de primera costaban casi el doble que los demás, porque nos daban derecho a ir en la cabina, bien apretados, al lado del conductor y su ayudante. El resto del pasaje se sentaba en unos bancos de madera clavados en la parte trasera, o encima de los numerosos sacos y bultos que sobrecargaban el vehículo.

El recorrido, de unos sesenta kilómetros, lo hicimos en poco más de cuatro horas, gracias a que no llovía. Se trataba de una pista de tierra recientemente abierta a través de la selva, con piso de tierra apisonada en las zonas mejores, y enormes barrizales en las peores. Fue la primera vez en mi vida que viví de verdad el concepto de “todo terreno”, que en España asociamos a los cochazos que se usan los pijos para ir a la casita de vacaciones o para recoger a los niños del colegio. Y me alegré de ir en la cabina, por los botes que iba pegando el Toyota y por la lluvia que caía de manera intermitente. El camino era, en mi opinión, absolutamente impracticable. Tanta fuerza iba haciendo con los pies para “frenar”, que al llegar al destino se me habían roto las dos chanclas. Luego nos explicaron que cuando llovía más se podía tardar todo el día en llegar, y que si llovía mucho se interrumpía el servicio de transporte, que por otra parte solo funcionaba dos días a la semana.

El Toyota nos dejó en Gintu, una pequeña aldea que era la capital del valle Bada, la zona más civilizada del parque nacional. Allí encontramos un losmen cutre a la vez que familiar, en el que nos ofrecieron un régimen de alojamiento y media pensión por el equivalente a ocho euros diarios. Por ese precio no se podía pedir mucho, pero quedamos muy satisfechos. Teníamos un cuarto de baño elemental en nuestra habitación, y la cama tenía una colchoneta de miraguano de casi cinco centímetros de espesor, sobre el somier de láminas de bambú.

Los desayunos, a base de arroz frito, nos los servían en la veranda, y la cena, ya de noche, la tomábamos en el salón de la casa, compartido con toda la familia de los dueños, que aprovechaban las seis horas diarias de suministro eléctrico para ver series americanas por televisión. El primer día la cena nos pareció excesivamente copiosa, hasta que descubrimos que lo que dejábamos de la enorme fuente de arroz blanco y los variados platitos de verduras, pollo, y otros animales desconocidos, constituía la cena del resto de la familia.

Dentro de la modestia del alojamiento, tuvieron el detalle de aprovechar las horas de suministro eléctrico para enfriarnos cada día un par de cervezas Bintang, que nos tomábamos encantados al volver de nuestras excursiones. Ni un champán francés me habría gustado más…

Una vez instalados, salimos a dar un paseo por los alrededores para intentar localizar la escultura más cercana. Sin mapas detallados ni GPS, nos fue imposible encontrarla. Pero en cambio, tuvimos ocasión de charlar un buen rato con un grupo de refugiados cristianos, que habían llegado a aquel valle remoto después de varios días de marcha por la selva, huyendo de los combates y matanzas de otras zonas más civilizadas. Vivían como podían, en cabañas improvisadas y tiendas de campaña, pero habían sobrevivido.

Esa misma tarde concertamos con el hijo de los dueños del losmen, que hablaba bastante inglés, para que al día siguiente nos llevara a ver los megalitos más importantes del valle.

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