viernes, 19 de junio de 2015

Onsen y Ryokan

Si quieres leer el primer relato de esta serie pincha aquí.

Onsen y Ryokan no son dos personajes de los Genji Monogatari, sino dos instituciones hosteleras muy arraigadas en Japón, que muestran muy bien el apego de este país a la tradición, y con las que entramos en contacto durante nuestra estancia en Kyoto.

 El viaje desde Tokio hasta Kyoto fue nuestro primera experiencia con los Shinkansen (tren bala), que recorren los casi quinientos kilómetros que separan ambas ciudades en poco más de dos horas. Una vez en la estación central de Tokio, con nuestros flamantes Japan Rail Pass y gracias a que el taquillero hablaba algo de inglés, pedimos dos billetes a Kyoto, y nos entregaron sendas cartulinas con el tamaño y la consistencia de los billetes de RENFE. Pero ahí acababa todo parecido. Cinco o seis renglones impresos, en los que se alternaban kanji, números, katakanas e hiraganas, a cual más incomprensible. Menos mal que nos habíamos descargado de un blog un guía burros que nos ayudó a comprender los billetes:

 Todo muy sencillo, como podéis ver, pero no sé qué habríamos hecho sin esta chuleta. Lo primero era averiguar de qué andén salía nuestro tren. Para eso, bastaba con buscar en los paneles electrónicos alguna palabra formada por los mismos kanji que el nombre de nuestro tren, algo así como los “Iberia Exprés” o “Estrella Levante” que hace años usaba RENFE. Y suponer que el número que aparecía a continuación era el del andén.

 Cuando llegamos al andén, nos encontramos con que en el suelo había pintadas muchas rayas paralelas, parecidas a las del metro, pero de distintos colores, y con números también de colores. Entonces había que volver a mirar a los tableros electrónicos, hasta encontrar un renglón con el nombre de nuestro tren. Si ese renglón estaba escrito, por ejemplo, en verde, se buscaban en el suelo los números verdes, hasta encontrar el de nuestro vagón, el 10 en el ejemplo. Conseguido eso, ya solo quedaba situarse al lado de las rayas verdes correspondientes al 10, y esperar a que, a la hora en punto, llegara el tren y se parara de forma que la puerta del vagón número 10 quedara exactamente entre las dos rayas verdes. Cerca de nosotros, pero no revueltos, veíamos a personas esperando en las rayas rojas, amarillas, azules o violeta la llegada de sus trenes respectivos, que se sucedían con una cadencia de menos de cinco minutos entre tren y tren.

 Esto, que podía parecer una tontería, exigía que todos los trenes con el mismo nombre fueran exactamente iguales todos los días del año. Las mismas locomotoras, los mismos vagones, todo igual. Y que los maquinistas se pararan en un punto exacto de cada estación, con un error medido en milímetros. Parecía mágico, pero funcionaba. Y menos mal, porque el tiempo de parada de los trenes oscilaba entre uno y dos minutos.

 Llegó el tren, se abrieron en nuestras narices las puertas del vagón 10, nos subimos y buscamos nuestros asientos. Antes de que nos diera tiempo a sentarnos el tren ya había arrancado, y en pocos minutos circulaba a más de doscientos kilómetros por hora. Nos pareció poco, pero en cuando salimos de la ciudad se puso a casi trescientos.

 Algo más relajados, nos dedicamos a contemplar cómo pasaban a toda velocidad los suburbios de Tokio, que parecían no acabar nunca. Los primeros cien kilómetros (poco más de media hora) eran puramente urbanos, pero luego hicimos un breve recorrido a lo largo de la costa de la Bahía de Sagami, cruzamos en cuestión de minutos la península de Izu, aunque no vimos el Fujiyama oculto por las nubes, y nos metimos de nuevo en una sucesión ininterrumpida de suburbios hasta que llegamos a Nagoda, donde el tren hizo su primera y única parada, de dos minutos. No nos dio tiempo ni de tomar un té.

 Otra media hora más tarde nos bajamos en Kyoto medio mareados, subimos al metro, y en veinte minutos habíamos llegado al Hotel Nishiyama. Menos mal que llevábamos impresa la reserva en japonés para ir preguntando por la calle, porque el sistema japonés de direcciones postales era, como no podía ser de otra manera, endiablado.

 La dirección postal de un edificio era algo así como “Asakusa, 22-5-17, Tokio”. Esto, que a primera vista parecía una fecha o un versículo de los Monogatari, significaba que el edificio estaba en la ciudad de Tokio, en el barrio de Asakusa, distrito 22, manzana 5, bloque 17. Puede parecer sencillo, pero los distritos y las manzanas suelen numerarse en espiral a partir del centro del barrio, y los bloques se numeran ¡por orden de construcción! Con lo fácil que lo tienen los pollitos, que siempre cuentan de izquierda a derecha… O sea que no había manera de encontrar un edificio sin preguntar varias veces.

 Cuando por fin llegamos al hotel, nos encontramos con la agradable sorpresa de que no era un hotel impersonal de negocios, como el de Tokio, sino un auténtico ryokan, un alojamiento tradicional. Y pese a eso, el personal de recepción hablaba un correcto inglés.

 Después de pagar por adelantado, como en todos los hoteles del viaje, nos condujeron a nuestra habitación. El botones se paró delante de la puerta, deslizante y con paneles de papel translúcido, y se descalzó, gesto que repetimos nosotros, muy bien aleccionados. La habitación, muy amplia, recordaba tanto “El imperio de los sentidos” como “El último samurái”. Suelo de tatami, una mesita baja con un precioso juego de té para dos personas, una ventana también translúcida, y varios paneles deslizantes en las paredes. El resto de la habitación estaba absolutamente vacío. Nos miramos pensando en dónde íbamos a dormir, hasta que el botones fue abriendo los paneles. Uno, como era de esperar, ocultaba la entrada al cuarto de baño, absolutamente occidental. Otro tapaba un simple nicho en la pared que albergaba un jarrito de porcelana con una rama de mimosa en flor y un precioso rollo emaki pintado a acuarela sobre seda, que reproducía la famosa obra de Josetsu “Atrapando un siluro con una calabaza”. Y en otro se ocultaban dos futones, dos almohadas duras, dos juegos de sábanas y dos sillas con respaldo pero sin patas. Lo de los futones, las almohadas y las sábanas estaba claro, se suponía que por la noche nosotros mismos nos haríamos las camas en la esquina de la habitación que más nos gustase, pero lo de los asientos sin patas no lo entendíamos. Cuando se los señalamos al botones con gesto de interrogación, los cogió con mucha parsimonia y lo colocó a los lados de la mesita de té. Al final resultaron ser más cómodos de lo que parecían, y casi la única manera de comer o escribir en una mesa tan bajita.


En cuanto se marchó el botones sacamos los aperos de dormir para hacer sitio en el armario y guardamos allí las mochilas. Nos daba reparo mancillar con un equipaje occidental un espacio tan encantador.

 En la página web del hotel había leído que disponía de onsen, baños termales. Pensé en darme uno para relajarme antes de salir a recorrer Kyoto, y me puse un yukata y unas zori, las sandalias tradicionales de paja de arroz, que había en el cuarto de baño. Los yukata eran preciosos, de color blanco con el nombre del hotel estampado en negro. Pero eso me lo imaginé; los kanji eran muy bonitos y para lo que yo entendía podían contener un poema de Yamagushi Seishi. Por cierto, en la tienda del hotel vendían yukata idénticos a los de las habitaciones, pero a un precio dos o tres veces más caro que en una tienda normal de ropa tradicional.

 A los pocos minutos bajé a recepción, ataviado cual judoka, a preguntar por el onsen, y muy amablemente me dirigieron hacia el sótano. ¡Menos mal que las puertas estaban señalizadas con unas inconfundibles siluetas con falda o pantalones, en lugar de con quimono! Dentro de la zona reservada a los hombres, lo primero que me encontré fue un vestuario, aunque más bien debería llamarse desvestuario, porque lo que se hacía allí era quitarse el yukata y las zori, dejarlas en unos estantes de bambú y coger una toallita de aproximadamente un palmo cuadrado. Así ataviado (o sea en pelotas), pasé a otra habitación con toda la pinta de una barbería para enanitos. Paredes cubiertas de espejos, suelo de azulejos blancos, grifos de agua fría y caliente, champú, gel de baño, duchas de grifo y banquitos de plástico de poco más de un palmo de alto. Por suerte, cuando entré había dos indígenas, a los que pude imitar para no quedar demasiado mal. Eso sí, se largaron en cuanto pudieron, sin duda poco dispuestos a compartir baño con un diablo extranjero.

A los onsen no va uno a asearse, sino a relajarse. Y como el agua se comparte, es de muy mala educación meterse dentro si no se va impecablemente limpio. Como las duchas en las piscinas españolas, pero a rajatabla. No bastaba con un rápido enjuague, había que sentarse en los banquitos, enjabonarse y frotarse a conciencia, y aclararse varias veces, para que ni una gota de jabón contaminase el agua del baño.

Más limpio que nunca, pasé a la tercera y última sala. Allí me encontré el auténtico onsen, aunque en este caso fuera artificial. Muchos ryokan aprovechaban manantiales naturales de aguas termales para montar su onsen, habitualmente al aire libre y rodeado de un jardín encantador. El de mi hotel se limitaba a una amplia pileta, de unos cinco por cinco metros, que ocupaba todo el ancho de la habitación. La pared del fondo estaba cubierta de roca negra tapizada con helechos, por entre los que caían chorritos de agua, como una mini cascada.

El acceso a la pileta se hacía por una amplia escalinata, en la que te podías sentar más o menos cubierto por el agua casi hirviente. Lo de hirviente no es un eufemismo, no había termómetro pero creo que aquello estaba a unos cincuenta grados. Había que irse metiendo muy despacito, como si se tratara de una playa del Cantábrico, pero la piel se enrojecía en lugar de azulear. Se cortaba la respiración, y parecía que en cualquier momento ibas a cubrirte de ampollas.

Con el ruido de la cascada y la visión de las rocas negras y los helechos, la experiencia podría haber sido muy relajante, si no fuera por la sensación de cocedero de marisco. Confieso que no aguanté más de diez minutos, y que no fui capaz de meter la cabeza debajo del agua, por miedo a que los ojos se me cocinaran al baño maría. En lugar de carne de gallina, lo que te quedaba era más bien un color de quemadura solar. En cuanto consideré que mi honor había quedado a salvo salí del agua, me pegué una ducha de agua fría para cortar el comienzo de cocción, y volví a la habitación armado con un par de latas de cerveza Asahi bien frías, de las máquinas dispensadoras que había a la salida del onsen.

Ya vestidos con ropas más europeas salimos a conocer Kyoto, capital de Japón desde el año 794 hasta la Restauración Meiji, en 1868. Por suerte o por una inusitada decisión política de los norteamericanos, no sufrió graves bombardeos durante la segunda guerra mundial, por lo que es una de las ciudades que mejor conservan sus edificios y barrios tradicionales. No voy a describir cada uno de los innumerables templos que visitamos, ya que no pretendo que esto sea un catálogo del patrimonio ni una guía turística, pero sí que me detendré en los que más me gustaron.

La primera impresión que recibimos fue la de estar en un pueblecito; en cuanto abandonamos el núcleo más comercial nos encontramos en barrios de calles muy tranquilas con casas bajas, Aunque en realidad Kyoto es la séptima ciudad más grande del país, con una población de millón y medio de personas en la fecha de nuestra visita.

Ese primer día queríamos visitar una serie de templos situados en unas colinas boscosas que se elevaban al este de la ciudad, a varios kilómetros de nuestro hotel. Los amabilísimos y políglotas recepcionistas nos aconsejaron tomar un autobús urbano que paraba a pocas manzanas del hotel y nos dejaría a doscientos metros del primer templo.

De los cinco templos que recorrimos ese día, no voy a hacer una descripción rigurosa, sino contar algunas impresiones, algunas sensaciones. Empezamos por Ginkaku-ji (Templo de Plata), más que nada porque era el más cercano a la parada del autobús, y porque desde allí podíamos ir recorriendo los demás siguiendo un itinerario más o menos recto. El calor, que nos acompañó como una tortura durante toda la estancia en Japón, era especialmente intenso en Kyoto; creo que las montañas que rodeaban la ciudad impedían que corriera la menor brisa. Aprovecho para recomendaros que si tenéis la suerte de visitar Japón, procuréis evitar los meses de julio y agosto, verdaderamente agobiantes. La primavera, especialmente si el viaje coincide con la floración de los cerezos, y el otoño, con bosques y jardines pintados del intenso color rojo de los arces, son meses mucho más apropiados.

Pese al calor, los jardines del templo se mantenían absolutamente impecables. No podía creer lo que veía: los jardineros usaban palillos (para recoger una a una las hojas secas) y una especie de maquinilla de barbero (para recortar a mano el césped). Y el filo de los macizos de césped lo perfilaban con unas tijeritas como de costura. Si el césped lo cuidaban así, lo mismo sucedía con arbustos, flores, estanques y senderos. Ni un papel, ni una hoja seca, ni una flor mustia, nada enturbiaba la belleza y la serenidad que emanaban de aquellos espacios. Por no hablar de los jardines zen, con sus piedras cubiertas de musgo y sus arenales rastrillados durante horas, días y años -creo que incluso siglos- hasta alcanzar la perfección.

El edificio principal se elevaba al borde de un pequeño lago. Aunque el original fue construido en 1397, resultó totalmente arrasado por un incendio a mediados del siglo pasado, y lo que quedaba era una perfecta reconstrucción, hecha con materiales tradicionales: madera sin clavos y tejas vidriadas.

Lentamente, según avanzaba la mañana y subía la temperatura, fuimos recorriendo el Camino de los Filósofos, un sendero que corría entre bosques e iba uniendo los templos de Ginkaku-ji, Honen-in y Eikan-do. Todos merecían ampliamente una visita detallada, pese al cansancio. Uno por sus escalinatas de piedra y tejados cubiertos de musgo; otro por su camino de la meditación, fabricado en teca, cubierto, y que discurría por una empinada ladera, otro por sus impresionantes paneles lacados o pintados a acuarela. Todo esto sumido en un silencio solo roto por el canto de los pájaros, el zumbido de las chicharras y el murmullo del agua en los canalillos de bambú. Ni un grito, ni una radio, ni un teléfono, ni un bocinazo. La antesala del nirvana.

A mediodía, cuando ya no podíamos más, tuvimos la suerte de encontrarnos con una de las efigies de marmota que menciono en un relato anterior, y en el restaurante que anunciaba nos hartamos de beber té helado y sorber fideos con brotes de bambú.

Después de comer, y sin siesta ni nada parecido, todavía tuvimos el valor de tragarnos dos templos más, el de Nanzen-ji, cuya puerta principal, de madera y con unos quince metros de alto, daba paso a un inmenso recinto de unas diez hectáreas lleno de bosques y edificios religiosos, y el Konchi-in, escondido entre las callejuelas retorcidas de un barrio residencial de clase alta. Como no éramos capaces de encontrarlo, cuando vimos aproximarse a la única persona que caminaba por el barrio, una señora mayor, nos acercamos a ella para preguntarle. Nada más vernos bajó la sombrilla y aceleró el paso, para intentar esquivarnos. Esta conducta, bastante frecuente en Japón, no debe interpretarse como descortesía o falta de solidaridad. Se debe al pánico a “quedar mal”, a perder el prestigio, Me imagino que a aquella señora, posiblemente observada por sus vecinas a través de las celosías que protegían los jardines privados, le horrorizaba que todas se dieran cuenta de que no había sabido atender a unos forasteros.

Por eso no tuve el menor reparo en cortarle el paso, plantarme delante de ella y decirle, con una reverencia de quince grados: sumimasen (disculpe). No le quedó más remedio que pararse, apartar la sombrilla y mirarnos con cara de susto. Cuando escuchó mi chapurreado Konchi-in doko desu ka? (¿Dónde está el Konchi-in?), se le iluminó la cara. Señaló una puertecita sin marca alguna que estaba justo a nuestro lado, y se alejó sonriente y muy ufana, Había quedado bien delante de todo el barrio.

Después de arrastrarnos sudando por el último templo del día, si cabe más íntimo y tranquilo que los anteriores, decidimos que ya estaba bien. Por suerte o por una perfecta planificación, muy cerca de Konchi-in había una parada de metro, y en menos de diez minutos estábamos en nuestro barrio. De camino al hotel todavía nos dio tiempo de recorrer una calle en la que se juntaban nada menos que tres restaurantes españoles, fácilmente identificables por las banderas de España que colgaban de sus fachadas.

Pero esa es otra historia.

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