viernes, 30 de septiembre de 2016

De piraguas y de aldeas

Bokando era una aldeíta más pequeña que Lokatali, con unas dos docenas de niños, más tranquilos y al principio más asustados que los que habíamos ido conociendo hasta ahora. Se notaba que pocos monguele pasaban por allí, suponiendo que alguna vez hubiera llegado alguno.

En tierra tuve una larga discusión en mi cutrísimo francés con un joven: protestaba porque yo pudiera visitar el Congo cuando quisiera y quedarme a dormir en su aldea por la cara, mientras en cambio a él no lo dejarían entrar en España ni podría irse a dormir a mi casa. Aunque creo que tenía toda la razón del mundo, cuando me insistió en que para compensar tamaña injusticia le regalara mi cámara de fotos, tuve que cortar por lo sano y decirle que lo lamentaba mucho, que la conversación había sido muy interesante, pero que debía volver a bordo. Losanyé, que así se llamaba, me despidió con su mejor sonrisa y un el habitual triple apretón de manos (arriba, abajo y otra vez arriba). Espero que le vaya bien.

Ya de noche cerrada, mientras cenábamos, nos pidieron que dejáramos despejado un pasillo a lo largo del costado de babor. Entre dos marineros sacaron a la cerdita que nos había acompañado desde Kisangani, que chillaba desesperadamente como si fuera consciente de lo que le esperaba al llegar a tierra.

S., un chicharrero de nuestro grupo, se ofreció como matarife y parece ser que la liquidó con bastante maestría de una cuchillada en la yugular. Hay gente con habilidades sorprendentes, aunque en este caso por suerte se demostraron bastante lejos de la barcaza. Volvimos a encontrarnos a la cerdita, convenientemente troceada, en las comidas y cenas de los días siguientes. Sencillamente deliciosa.

Poco después apareció un señor vestido de paisano el cual afirmaba ser el representante de la Oficina de Migraciones en aquella aldea diminuta. No parecía demasiado creíble, no llevaba ningún tipo de credencial, y tras una larga conversación con Michel redujo sus pretensiones a vendernos por 1.500 francos, poco más de un euro, una botella de un aguardiente elaborado con maíz y mandioca. Entre todos no conseguimos bebernos más de media botella, y eso que gran parte se quedó en los vasos o acabó por la borda. De un color blancuzco, olía como un mal orujo gallego y sabía a rayos, con ciertos toques a pinga o cachaza de la peor calidad.

Al día siguiente, de nuevo la rutina habitual. Me desperté como siempre con las primeras luces, una hora antes de la salida del sol, y después de mi uso ritual de la letrina me dediqué simplemente a mirar cómo iba clareando. La aldea era madrugadora y a las cinco y media ya estaba todo el mundo en pie, había que aprovechar la luz solar. Mis compañeros se iban levantando y la cocinera ya había sacado los termos de café recién hecho y de agua hirviendo. Como me encontraba un poco adormilado me aticé un tazón de “café congolaise au lait” (hay que leerlo en voz alta).

Al cabo de unas horas de navegación llegamos a Lokutu, una población lo suficientemente grande como para poder comunicarme de nuevo con mi mujer por SMS. Era capital de distrito y tenía veinte mil habitantes, de los que dos mil trabajaban para Feronia, una plantación de sesenta y tres mil hectáreas con fábrica de aceite de palma y un puerto industrial en el que se oxidaban varias balleneras de construcción remachada, tecnología que dejó de usarse en Europa durante la Segunda Guerra Mundial.

Como el ingeniero jefe había salido en visita de inspección no conseguimos permiso para visitar la plantación ni la factoría, por lo que nos limitamos a recorrer el pueblo, rodear la factoría y llegar hasta el mercado.

En el puerto industrial me encontré con Patrick, un infante de marina que me mostró orgulloso su AK-47, “fabriqué au Congo”, en Lumumbashi para ser más exactos, y cuidadosamente remendado con cuerdas y alambres. Junto con la elaboración de cerveza, la fabricación de ametralladoras debe de ser de las pocas industrias que perviven en este país. Por suerte o por desgracia, la conversación no daba para más, yo no quería preguntarle por su participación en las sucesivas guerras que habían asolado el país, o cómo había entrado en el ejército, si voluntario, reclutado, o se había integrado con alguno de los grupos de guerrilleros que en su día absorbió el ejército regular.

Volvimos al barco, zarpamos, comimos, y de nuevo tiempo de relax. Como si alguien pudiera estresarse, en mi vida había hecho un viaje más tranquilo. Yo creía que en el Congo me esperaba “el horror, el horror”, las últimas palabras pronunciadas por Kurtz en “El corazón de las tinieblas”, o sea policías agresivos y corruptos, calor asfixiante, nubes de mosquitos, comida insulsa, cocodrilos, … y me encontré sonrisas inmensas, continuos saludos “Mboté, mboté”, menos calor que en Sevilla, menos mosquitos que en Cádiz, unos cocineros, Feliciano y Leticia, excelentes, y un menú muy variado, suplementado innecesariamente con los embutidos y latas acarreados desde España por algunos de mis compañeros.

Viendo la alegría y el cálido recibimiento de los congoleños resultaba difícil creer que llevan en guerra más o menos permanente desde la independencia en 1960. Y eso por no recordar los terribles años del Estado Libre del Congo, cuando los sicarios del rey Leopoldo mataban, violaban y cortaban manos a quienes se rebelaban o simplemente no cumplían con su cuota de marfil o caucho.

Los combates comenzaron el mismo año de la independencia con los intentos de secesión de Katanga y Kasai, y siguieron con el golpe de estado de Mobutu contra Lumumba en 1961, la rebelión lumumbista en 1963, la sangrienta dictadura de Mobutu durante treinta años, los motines militares en 1991, la rebelión tutsi en 1994, la invasión ruandesa en 1995, la primera Gran Guerra del Congo de 1996 a 1998, la segunda de 1998 a 2001, las milicias de Kivu de 2006 a 2009, la invasión del Lord Resistance Army de 2006 a 2008, el motín militar de 2012, etcétera, etcétera.

Pero dejemos a un lado la triste historia del país y volvamos al viaje.

Anochecía con una fuerte tormenta tropical en el horizonte y un fresquito de lo más agradable cuando llegamos a Ewolo, otra pequeña aldea en la que no tuvimos mucha interacción con la población local. Michel celebraba el décimo aniversario de la fundación de su empresa turística, que podéis encontrar en www.gocongo.com, y apareció nada menos que con nueve botellas bien frías de Laurent Perrier, un champán francés brut que nos supo a gloria, después de tantos días del infame vinacho sudafricano comprado en Kisangani. Para cenar disfrutamos de un guiso hecho con unas buenas porciones de Bess, la cerdita sacrificada un par de días antes, y que nadie se negó a comer.

Como seguía amenazando lluvia, aunque luego no llegara a descargar en toda la noche, los del piso de arriba nos instalamos directamente en la cubierta principal. Apilando las mesas y las sillas hicimos sitio para un par de tiendas, varias mosquiteras, y los dos o tres que dormíamos "al fresco". La verdad es que entre la piretrina con la que había impregnado en Cádiz la ropa y el saco de dormir, y el Relec que pulverizado en pies, brazos y cabeza cada noche era suficiente para mantener a raya a los mosquitos.

Pasé una buena noche, con una temperatura muy agradable y amenizada por un concierto polifónico de ronquidos. A mi edad, quien sea capaz de dormir en el suelo sin roncar que tire la primera piedra.
Al día siguiente a media mañana paramos en Monbongo Mombesa, mercado importante en el que estaba atracado uno de los trenes fluviales que en dos o tres meses hacen el recorrido Kisangani – Kinshasa (y en casi seis el camino de regreso, contra la corriente). Este empujador parecía nuevo y solo empujaba dos gabarras, o sea que con un poco de suerte tardaría algo menos en llegar. De momento estaba cargando maíz y combustible.

Un largo paseo por el pueblo me permitió saludar a decenas de adultos y cientos de niños, a la vez que le compraba el machete que estaba usando a un hombre para construir un tejadillo de cañas. De fabricación artesanal, con cuarenta y cinco centímetros de hoja, un poco mellado pero en perfecto estado de funcionamiento, si conseguía llevarlo hasta Cádiz sería una buena pieza para mi colección de machetes, que ya alcanzaba los veintidós ejemplares. Y de precio me pareció muy razonable. Un tripulante de la barcaza me había dicho que nuevos de ferretería costaban unos siete mil francos, y por este usado me pidieron cinco mil, que pagué sin rechistar. Al cabo de media hora, cuando volvimos a pasar por delante del tenderete de vuelta hacia el barco, sobre el mostrador había media docena de machetes usados. Un verdadero emprendedor, que se había dado cuenta de cómo podía ganar una pasta vendiéndoles machetes a los monguele. La pena es que ninguno de mis compañeros se animó a comprarle otro.


A mediodía nos comimos uno de los peces tigre de la víspera, pero el cocinero se ve que no andaba muy fino: el pescado estaba soso, el arroz pasado y el piri piri le había quedado extra fuerte, media cucharadita era suficiente para convertir en incomible una buena ración de arroz.
Nuestro grupo seguía funcionando muy bien, no se puede decir que fuéramos amigos, pero si muy bien avenidos. No había fricciones ni discusiones, estábamos todos tan relajados que aceptábamos siempre sin rechistar las propuestas que nos hacía Kim, nuestro guía.

Por cierto, hasta ahora no había contado casi nada de mis catorce compañeros de viaje. Más o menos de mi edad, como escribí en el primer episodio, gran parte de su conversación se dedicaba a contar batallitas de viajes anteriores, la verdad que bastante interesantes para mí, que nunca había estado en la mayoría de los destinos de los que hablaban. Dada su gran experiencia en viajes “de aventura”, acarreaban un gran surtido de material de acampada de última generación. Para mí, que me había quedado en las tiendas canadienses de algodón, todo era nuevo: las tiendas iglú de nylon, las colchonetas inflables que cabían en un bolsillo, los sacos de dormir ligerísimos, la ropa técnica de secado rápido, las bolsas impermeables para documentos y cámaras, y mil cosas más. Lo único que les sorprendió de mi equipaje fue una cuerda para tender la ropa, elástica y con ganchos en las puntas, que permitía prescindir de pinzas. Bueno, y la ligereza de mi equipaje, que me había permitido llegar hasta Kinshasa sin facturarlo.

A la hora de la siesta pasamos por un poblado algo más grande de lo habitual, Mombongo Elunga, cuyas chozas eran de tejado a cuatro aguas, frente a las de dos aguas habituales hasta ahora. Se trataba de una aldea mombesa, la etnia mayoritaria en este tramo del río.

Las orillas estaban cada vez más distantes la una de la otra, el caudal del río aumentaba con los incontables afluentes, pero al estar en temporada seca también abundaban los bancos de arena, por lo que Sofa, el robustísimo marinero encargado de la seguridad, se pasaba horas sondando de pie en la proa, con una pértiga de caña.

A media tarde, observé algo preocupado que la barcaza se dirigía en línea recta hacia un enorme banco de arena que emergía del agua en mitad del río. Cuando se lo comenté al piloto, me respondió muy tranquilo: “Probleme eza té”, no hay problema.

Pero esa es otra historia, que podrás leer si pinchas aquí.





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