viernes, 30 de septiembre de 2016

El palacio del dictador

Una mañana desde una canoa con la que nos cruzamos nos avisaron de que el canal principal estaba cegado, y nos recomendaron seguir por otro ramal más estrecho. Allí adelantamos a una  embarcación de transporte de un tipo que no habíamos visto hasta ahora, una especie de catamarán formado por dos piraguas enormes, construidas cada una con un solo tronco gigantesco, y unidas por una plataforma de madera sobre la que se apiñaba carga y pasajeros, los cuales brindaron por nosotros y nos fotografiaron con el mismo afán que nosotros a ellos.

Hicimos una comida más ligera de lo habitual porque estábamos a punto de llegar a Lisala, ciudad natal del dictador Mobutu, o sea que aprovechando que el río Congo pasa por Lisala y el Pisuerga por Valladolid, voy a recordar algunos detalles de tan siniestro personaje.

Cuando en 1960 el parlamento belga concedió la independencia a este país, llamado entonces Congo Belga, el Movimiento Nacional Congolés, fundado y dirigido por Patricio Lumumba (bantú), ganó las elecciones muy igualado a votos con la Alianza del Bajo Congo, dirigida por Joseph Kasa-Vubu (kikongo). Como ninguno de los dos partidos tenía mayoría suficiente para formar gobierno, y pese a la tradicional rivalidad entre bantús y kikongos, llegaron rápidamente a un acuerdo mediante el cual Lumumba se convirtió en el Primer Ministro y Joseph Kasa-Vubu en el presidente. Sin comentarios.

Pero ni las antiguas potencias coloniales ni Estados Unidos iban a consentir la presencia de un dirigente anticolonialista y panafricanista tan radical como Lumumba, por lo que las maniobras para eliminarlo de la escena política comenzaron inmediatamente.

A los pocos días de la independencia un político katangueño, Moisés Tschombe, apoyado por belgas y norteamericanos, declaró la independencia de la región de Katanga, donde se ubicaban casi todas las riquezas mineras conocidas en aquel momento. Al no conseguir un respaldo internacional efectivo, Lumumba pidió apoyo a la Unión Soviética, y  con su apoyo pudo frenar de momento a los independentistas katangueños y mantenerse en el poder.

Mientas tanto, Mobutu, que en el ejército de ocupación belga había alcanzado el grado de sargento, se afilió al Movimiento Nacional Congolés fundado por Lumumba, quien confió en él y acabó por nombrarle comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Congolesas. Craso error.

A los pocos meses un golpe de estado liderado por Mobutu y apoyado por el presidente Kasa-Vubu, Bélgica y Estados Unidos, depuso a Lumumba. Tras varias peripecias, Lumumba fue asesinado y su cadáver disuelto en ácido, en presencia de agentes de la CIA. Había terminado la cortísima experiencia democrática del Congo, que no se ha vuelto a repetir.

Tras el golpe de estado de 1960 y un segundo autogolpe en 1965 Mobutu se proclamó Presidente, cargo que retuvo durante más de treinta años. En el curso de una campaña de africanización del país, que pasó a llamarse Zaire, también se cambió el nombre a sí mismo y adoptó el más impresionante de Mobutu Sese Seko Nkuku Wa Za Banga ("El guerrero todopoderoso que, con su resistencia y voluntad inflexible, va de conquista en conquista, dejando fuego a su paso").

Esto no dejaría de ser una anécdota divertida, si no hubiera sido por la política de saqueo sistemático del país desarrollada por él, su familia y sus amigos, y mantenida por los siguientes presidentes. Baste el dato siguiente: En 1972 el gasto público en servicios sociales representaba el 17% del presupuesto nacional, mientras la presidencia se llevaba el 28%. Por si esto fuera poco, veinte años después el gasto en servicios sociales se había reducido a cero, pero el de la presidencia alcanzaba el 95%. Y esto de lo que se contabilizaba. No hablamos de las empresas públicas vendidas a sus amigos a precio de saldo, de los ingresos directos en cuentas del dictador, de los pagos en negro por las licencias mineras, etc.

Por supuesto, esta política no era muy popular en su país, pese a lo cual con el apoyo de la CIA y el silencio de la ONU ejerció una dictadura férrea, decretó el partido único e impidió por la fuerza cualquier forma de oposición. Fue en aquellos años cuando se hizo construir en Lisala el palacio que íbamos a visitar.

Caminamos hasta la residencia, ubicada en lo alto de una colina a un par de kilómetros del puerto y desde donde teníamos una buena vista de los ramales del río. Aprovechando que me había detenido para hacer unas fotos se me acercó un paisano con una moto. Con un tono entre educado e insolente me preguntó lo habitual: De dónde veníamos, a dónde íbamos, qué hacíamos en el Congo… Pero cuando el interrogatorio llegó a temas más sensibles, como mi profesión o si habíamos pagado las tasas de migración, me mosqueé un poco. Le pregunté si era miembro de la administración y me confesó, en voz baja: “Sí, soy policía…secreto”. Muy secreto no debía de ser cuando me lo contaba a las primeras de cambio y empecé a sospechar si tampoco sería policía. Así que muy amablemente olvidé casi todos mis conocimientos de francés y le pedí disculpas, pero debía reincorporarme a mi grupo. Allí se quedó, sonriente y sin decir ni una palabra. No me había sacado ni un dólar, pero por lo menos lo había intentado.

La residencia de Mobutu estaba destrozada, aunque se podía apreciar perfectamente cómo debió de ser en su momento de esplendor. Columnatas y pisos de mármol blanco, grandes salones, frescos, relieves de escayola… Al segundo piso estaba prohibido subir, pero en la planta baja habían saqueado todo lo posible, desde cables y enchufes hasta marcos de ventanas y puertas. El salón principal, que en su día contó con amplios ventanales, ahora estaba reconvertido en salón de actos (simplemente unas filas de bancos de madera muy toscos), y en un par de habitaciones encontramos lo que parecían restos de una escuela abandonada: media docena de pupitres en muy mal estado y unas pizarras clavadas en la pared. Pero al fijarnos en las pizarras vimos que la escuela estaba en uso. En una de ellas había una lección de ortografía lingala fechada el viernes anterior, y en la otra un tema de iniciación a la tecnología mecánica.

Por el palacio pululaban niños, lavanderas y muchas otras personas, aparentemente sin más ocupación que tomar el fresco a la sombra y mirarnos.

Cuando nos marchamos los niños nos siguieron, formando una comitiva que a lo largo de nuestro paseo por el mercado creció hasta alcanzar unos doscientos. Nos sentíamos como flautistas de Hamelín,  arrastrando tras nosotros a todos los niños de la ciudad.

Antes de llegar al mercado hicimos una visita a la misión católica, donde se preparaba un acto litúrgico importante y muchos hombres y mujeres vestían con telas de motivos religiosos. Unos con la Sagrada Familia, y otros con imágenes de San Carlos Lwanga y los demás mártires de Uganda.

Los trámites portuarios habituales se complicaron, como de costumbre, y zarpamos de Lisala con las últimas luces del día. Para intentar recuperar parte del retraso que llevábamos, seguimos navegando de noche cerrada; al cabo de un par de horas vimos una pequeña fogata en la orilla y atracamos allí. Resultó ser una cantera y fábrica de ladrillos, pero dejamos la visita para la mañana siguiente.

A poco de atracar surgió de la absoluta oscuridad del río, supongo que atraída por las luces multicolores de nuestro barco, una pequeña piragua con un solo tripulante. Transportaba unos veinte cántaros de barro, cada uno con diez o quince litros de vino de palma; llevaba a bordo material suficiente para emborrachar a varias aldeas. Fiel a su política de buenas relaciones, Michel le compró cinco litros para el barco y otros cinco para los ladrilleros. Me había gustado mucho el de la víspera, pero uno de los tripulantes nos advirtió que este era más fuerte, por lo que estaba rebajado con agua. Ante las dudas más que razonables sobre la potabilidad del agua, decidí no arriesgarme y limitarme a mi ración de vinacho sudafricano.

Después de cenar, y como era el 11 de septiembre, saqué una botellita de whisky comprada en Estambul y propuse brindar por mi aniversario de boda. Aunque alguien insinuó que también era la Diada y el aniversario del ataque a las Torres Gemelas, no tuvo demasiada acogida. Nos limitamos a brindar por mi matrimonio, del que se cumplían treinta y siete años, y por Salvador Allende, asesinado cuarenta y tres años antes por los militares golpistas en la Casa de la Moneda.

Al amanecer de la mañana siguiente bajamos a tierra para visitar la “Ladrillera de Langa-Langa”. Un pequeño claro en el bosque albergaba varias zanjas y agujeros de un par de metros de profundidad, de donde con picos y azadas se extraía una arcilla grisácea, de aparente buena calidad. En la misma zanja se metía la arcilla en unos moldes artesanales, donde se comprimía a mano para formar los bloques macizos. Estos bloques se colocaban al sol durante un mínimo de tres días para un primer secado, protegiéndolos con plásticos si había riesgo de lluvia.

A continuación se formaban con los ladrillos sin cocer unos hornos, con un túnel en la parte baja donde se cargaba la leña, y rendijas entre los ladrillos para dejar circular el aire caliente y los gases de combustión. Después de sellar el exterior del  horno con más arcilla para controlar la temperatura y velocidad de cocción, se prendía fuego a la leña y se la dejaba arder durante unas cuarenta y ocho horas.

Los ladrilleros, unos cien trabajadores organizados cooperativamente en cuadrillas, fabricaban varios miles de ladrillos al mes, que vendían a 250 francos la unidad a los compradores procedentes de toda la cuenca del río, desde Kinshasa hasta Kisangani. Incluso los grandes trenes fluviales paraban allí ocasionalmente, para recoger un pedido especialmente importante.

Philippe, licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad de Kisangani y coordinador de una de las cooperativas, nos contó que la demanda crecía de año tras año de manera lenta pero constante, señal clara de que algo se movía en la maltrecha economía del país.

Tengo que destacar que aquello no era un poblado; allí no había mujeres, niños, cultivos ni animales domésticos. Únicamente trabajadores, que habían dejado a sus familias en sus localidades de origen y solo se encontraban con ellas cada varios meses. La alimentación la conseguían por trueque con los pescadores y agricultores de las aldeas más cercanas, donde también compraban la leña para los hornos.

Seguimos nuestra navegación hacia Umangui, un poblado en el que al parecer se fabricaba alfarería, pero esa es otra historia, que podrás leer si pinchas aquí.

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