sábado, 28 de diciembre de 2013

Todo empezó en Kupang

Todo empezó en Kupang, la capital de la provincia indonesia de Timor Occidental, en el archipiélago de las islas menores de la Sonda.  Llegué allí en octubre de 1996, saltando de isla en isla desde
Yakarta. Mi objetivo inicial era visitar Timor Oriental, en aquel momento bajo dominio indonesio, por una parte para conocer lo poco que quedaba de la arquitectura tradicional de la isla, y por otra pensando que al haber sido colonia portuguesa durante tanto tiempo,  no sería difícil encontrar gente que hablara portugués, lo que me permitiría un contacto más directo con sus habitantes, y facilitaría los aspectos prácticos de recorrer una zona con una nula infraestructura turística, como encontrar alojamiento o conseguir comida y transporte.
Aunque ahora puede parecer raro, en aquella era en que Internet estaba empezando a arrancar, lo normal era presentarse en cualquier ciudad sin tener reservado alojamiento.

Como era de suponer, el único hotel decente de Kupang estaba completo, por lo que acabé alojado en el Raja Pantai Hotel (Hotel Real de la Playa), que no creo que haya sido nunca frecuentado por la realeza. Eso sí, estaba en la orilla del mar, junto a una playa llena de basuras y restos de vegetación arrastrados por el mar, y en la que desembocaban todas las alcantarillas de la zona. La única habitación disponible, en la planta baja y colindante con la cocina, tenía tal cantidad de cucarachas que si matabas una entraba todo un pelotón para llevarse sus restos.

Menos mal que contaba con un par de camareras encantadoras, católicas, pavas y flojas como pocas. Para tomar nota de tu pedido se sentaban en tu mesa, pero no en plan alterne, sino para estar más cómodas. Las rechiflaba hacerse fotos conmigo, y cuando al volver a España se las envié con una carta, se apresuraron a responderme para darme las gracias, y pedirme que les mandara un diccionario de español y un bolso. Tengo que confesar que ni les contesté, ni les envié el diccionario ni el bolso.
Otro aliciente del hotel eran las bodas. El hotel contaba con un salón de celebraciones en un edificio anexo, en el que de vez en cuando se celebraban bodas. Una boda suele ser un espectáculo en todas las culturas, y las bodas indonesias de clase media – alta que tenían lugar en el hotel no eran una excepción. No por los ritos, muy similares a los católicos, sino sobre todo por los vestidos de los hombres. Los hombres solían acudir vestidos a la europea, pero con unas americanas elaboradas con la misma tela para todos los miembros masculinos de cada rama familiar. Algo así como el tartan de los clanes escoceses, con mucha más imaginación. Las telas familiares eran unas cretonas super coloridas, con las que yo no me atrevería a tapizar ni una butaca, pero que ellos llevaban con toda dignidad.

Como no era cosa de quedarse muchos días en aquel tugurio, me puse inmediatamente a buscar transporte para llegar a Dili, la capital de Timor Oriental, a más de 400 km de distancia y a un tiempo indefinido en autobús. Un detalle curioso del transporte público de Kupang es que estaba formado por una impresionante flota de “bemos”, furgonetas tipo Volskwagen decoradas en puro estilo pop-grafitero, con los asientos traseros sustituidos por sendos bancos a los costados,  y unos altavoces gigantescos en el interior por los que continuamente sonaba música disco a toda pastilla.
Primero me dirigí a una explanada que hacía las veces de estación de autobuses, pero entre confusas explicaciones (“mucho problema”, “mejor no ir”) no fui capaz de conseguir billetes a Dili. Lo más que me vendían era un billete de autobús a Soe, un pueblo a solo 100 km de Kupang, y desde el que nadie me aseguraba que pudiera seguir hasta Dili.

Un poco desesperado, decidí irme a tomar unas cervezas Bintang al Teddy´s Bar, un bar junto al mar que funcionaba como punto de reunión de los guiris que visitaban la zona. Era algo así como una mezcla entre el Rick’s Café de Casablanca y el Foreing Correspondents Club de Phnom Penn. Hombres de negocio de varios países, chicas de la cerveza, agentes más o menos secretos de no sé qué potencia…

Ya más relajado, al rato me puse a charlar con unos australianos que estaban allí por “negocios”, aunque nunca conseguí averiguar qué negocios podían ser. Cuando les conté mis planes, aparte de desaconsejarme el viaje, me dijeron que la única forma fiable de moverse por la isla era contratando un coche con conductor. Como por arte de magia, a los pocos minutos se presentó Tim, un guía que me aseguró que me podía llevar en coche a Dili por 500.000 rupias, poco más de 30.000 pesetas de las de entonces. No me dio muy buena impresión, no parecía demasiado profesional, y hoy en día sigo sospechando que actuaba como confidente policial, pero no había mucho donde escoger. Después de una larga negociación, en la que conseguí que bajara hasta 20.000 pesetas  y de acordar minuciosamente los detalles del viaje, Tim prometió recogerme a las 7 de la mañana siguiente en el hotel.

Por supuesto, dado el concepto indonesio de la puntualidad, a la hora prevista no apareció Tim. Tras media hora de espera, llegó tan tranquilo con un Kijang todoterreno y un conductor (un guía que se precie no se rebaja a conducir él mismo). Me llevaron entonces a la oficina de la agencia de viajes para la que trabajaba, donde se repitió la negociación sobre el itinerario, escribimos el plan de viaje y pagué el precio acordado. El plan consistía en un día de ida hasta Dili, dos días con base en Dili recorriendo la zona, y otro día para la vuelta.

Por fin, aunque con tres horas de retraso, salimos de Kupang. No me lo podía creer, meses soñando con visitar la antigua colonia portuguesa, y por fin me ponía en marcha. Entre otras cosas, estaba deseando poder hablar directamente con la gente normal, sin tener que limitarme a los poquísimos que hablaban inglés, o a mi indonesio de supervivencia, muy útil para manejarse en un restaurante o una estación de autobuses, pero con el que me era imposible tener una relación un poco más profunda con la gente que me iba encontrando en el viaje. Y por supuesto, conocer las famosas viviendas palafíticas de madera con tejados decorados.

Por el camino hicimos varias paradas interesantes pero no programadas: Primero fue un mercadillo en mitad del campo en el que se vendía de todo, desde productos agrícolas al por mayor hasta pastillas contra la malaria a granel. La siguiente me dejó muy impresionado, especialmente el hecho de que Tim lo considerara una “atracción turística”. En mitad de un paisaje deprimente por lo agostado y mustio de las plantaciones de hortalizas, sombreadas por unos  plataneros moribundos por la sequía, nos detuvimos frente a una cabaña tradicional miserable, con el techo de paja, sin ventanas, solo con un agujero de menos de un metro de alto en la pared, por el que se accedía al interior. En la puerta estaba una mujer joven pero demacrada, que cargaba a un niño con la tripa hinchada. Por señas (no hablaba indonesio) nos invitó a entrar. Dentro no había nada. Ni un mueble, ni una prenda de ropa, ni siquiera una cama y un fogón. En una esquina había una estera enrollada, que me imagino se usaba para dormir, y en el centro los restos de una hoguera aun humeantes, directamente sobre el suelo. El humo se filtraba como podía por entre la paja del techo, no había chimenea. No se veían alimentos almacenados, como es habitual en cualquier vivienda de agricultores. La miseria más absoluta. Me quedé sin capacidad de reacción, ni siquiera cuando Tim le dio unas monedas, imagino que pocas, como “pago” por la visita.

Después de otra parada en una playa idílica, solitaria y bordeada de palmeras de copra, que alivió un poco el impacto de la choza, llegamos a comer a Soe. Mi sorpresa vino cuando, en lugar de buscar una casa de comidas, entramos con el coche en una parcela ajardinada, en cuyo centro se levantaba una preciosa casa colonial de madera, con veranda y miradores. Me explicaron que era la casa del “Rajah Desa”, el Rajá de la aldea. Dado que Indonesia es una república, teóricamente los rajás no tienen más que un poder simbólico o ceremonial, pero en la práctica las cosas no son así. Mucho más ricos que sus vecinos, y dueños de las mejores tierras, controlan todos los resortes del poder, con un papel muy parecido al de los caciques gallegos. Ante la ausencia del Rajá, saludamos a su esposa la Raní, que nos invitó a comer. Me daba bastante corte aceptar la invitación de esta señora desconocida, por lo que la que rechacé cortésmente un par de veces, hasta que Tim me indicó que, como visitante  europeo, sería un desaire no aceptarla, rindiendo así tributo al poder del rajá.
Acepté por tanto la invitación, y tuve la ocasión de volver a disfrutar de la “comida Padang”. Es un estilo de cocina, muy peculiar, originario de la ciudad de Padang, en la costa occidental de Sumatra. Consiste en una gran variedad de platitos con verduras, pollo, pescado y otros alimentos difíciles de identificar. Se sirve un gran cuenco de arroz blanco en el centro de la mesa, y cada comensal se va sirviendo a su gusto de los diferentes platitos, sobre una base de arroz. Por cierto, los platitos son a cual más picante, o sea que el resultado es una mezcla de cultura china (por los muchos platillos) y tamil (por el grado de picante de la comida). Este estilo de comida se ha popularizado por toda Indonesia, de forma que los restaurantes especializados “Makan Padang” se pueden encontrar en la mayoría de las ciudades de todas las islas, y muchas veces son la única alternativa.

Aunque yo estaba deseando levantarme y salir para Dili, la comida transcurrió con toda la calma del mundo, envueltos en un calor asfixiante, con una cerveza sólo ligeramente fresca y una charla interminable sobre lo divino y lo humano. La sobremesa se iba alargando pese a mis intentos por reanudar la marcha, hasta que me convencí de que Tim, por algún motivo que se me escapaba, no tenía ninguna prisa por llegar a Dili. Primero se trataba de esperar a que volviera el rajá, pero pronto empezó a caer la tarde, y me convencieron de que era muy peligroso viajar de noche. Resignado, nos dirigimos por fin al único “losmen” de la aldea. Un losmen (del inglés “lodgement”) puede ser desde un hotel de una estrella hasta un albergue de lo más espartano. Por suerte, el losmen de Soe entraba en la primera categoría, aunque el calor y los mosquitos me tuvieron dando vueltas en la cama gran parte de la noche.

A la mañana siguiente, tras un buen desayuno de nescafé con leche condensada y arroz frito con tortilla francesa, salimos de nuevo hacia el Este. A la media hora, primera parada: Niki Niki. Una aldea al borde de la carretera, y nueva parada a visitar al rajá. Este sí que estaba en su casa, y después de los saludos de rigor nos llevó a la casa de reuniones comunal, una cabaña de techo de paja y sin paredes, pero con las vigas del techo talladas con relieves naif de los antepasados del rajá. Allí comenzó, entre sonrisas,  el diálogo habitual de cortesía con todo extranjero, en el que no basta con responder a las preguntas que te hagan, sino que también el visitante debe hacer alguna pregunta que demuestre su interés por la vida privada del anfitrión: Siapa nama anda? (¿cómo te llamas?) Dari mana? (¿de dónde eres?) Dimana Spanyol? (¿Dónde está España?) ¿Cuánto se tarda en autobús? ¿casado o soltero? ¿cuántos hijos? ¿A dónde vas?. Este fue el problema. Cuando le dijimos que a Dili, todos pusieron cara muy seria, y nos insistieron en que no fuéramos, que había “muchos problemas”. Lo que no había manera de averiguar era cuáles eran esos problemas. A las preguntas comprometidas, te respondían con el silencio o con otra pregunta sobre cualquier otro asunto.
Para relajar un poco el ambiente, el rajá nos contó sus recuerdos de la Segunda Guerra Mundial, cuando el rajá era su padre. La llegada de los japoneses fue muy bien recibida al principio por la población local. Llegaban los hermanos asiáticos para liberarlos de la opresión colonial holandesa. Pronto se dieron cuenta de que los japoneses eran peores que los holandeses, y que lo único que querían era utilizar la isla como trampolín para invadir Australia. Eso sí, mientras tanto arramblaban con cuanta comida y mujeres jóvenes encontraban. O sea que cuando llegaron los comandos australianos para contratacar a los japoneses, fueron apoyados clandestinamente por la población local.

Después de toda esta charla, no podíamos marcharnos sin comer. Me temía otra comilona interminable, pero se ve que esta aldea era mucho más pobre que Soe, por lo que la comida fue más bien frugal, y pudimos seguir camino.

A media tarde del segundo día llegamos a Kefamenanu, un par de horas más lejos. Yo ya estaba un tanto desesperado. Llevábamos día y medio de viaje y todavía no estábamos ni a mitad de camino de Dili, a donde en realidad teníamos previsto llegar el primer día, según el programa de viaje largamente discutido antes de salir de Kupang. Nos paramos en Kefa, como le llaman sus habitantes, y cómo no, visita al rajá. Éste, mucho más moderno que los anteriores, vestido con cazadora de cuero negro y gafas de sol, en lugar de en un palacio o casa tradicional nos recibió en una oficina con aire acondicionado. Moderno y muy tajante: “Absolutamente imposible” seguir hacia Timor Oriental, debido a unos problemas que seguían sin especificar. Ante mi educada y paciente insistencia, en pocos minutos se presentó el jefe local de policía, que me confirmó que debía quedarme a dormir en el pueblo (donde casualmente él poseía un losmen), y a la mañana siguiente volverme para Kupang.

A estas alturas, mi nivel de cabreo debería haber sido máximo. Dos días de viaje, un relativo dineral por el coche y el guía, y veía como mi proyecto de visita a Timor Oriental se iba esfumando sin ningún motivo claro. Paradas no previstas, retrasos injustificables, y los famosos y misteriosos problemas. Veía que tranquilamente podíamos tardar otros dos días más en llegar a Dili. Pero por suerte, no sé si por el calor aplastante, por la cálida acogida en cada pueblo, o por el subconsciente convencimiento de que no había nada que hacer, me iba tomando razonablemente bien cada contratiempo. Ayudaba mucho la conversación con Tim, en la que, por ejemplo, se interesaba en el precio del gas oil en España, y planeaba un negocio de exportación de combustible desde Indonesia, vista la diferencia de precios. Por desgracia, los costes de transporte del combustible no entraban en sus cálculos.

Otra noche de perros. Parece mentira el calor que puede llegar a hacer en estos pueblos, y el ventilador del techo de la habitación se paraba a las 10 de la noche, cuando apagaban el generador. En ese momento tenías dos alternativas: quedarte en la cama sudando como un pollo, o sentarte en una mecedora en la veranda a que te picaran los mosquitos. Por la mañana, en contra de las protestas de Tim y el conductor, seguimos camino hacia Dili, pero a los pocos kilómetros, a la entrada de la aldea de Oelolok, un severo control policial, en el que sin ninguna explicación nos impidieron seguir hacia Dili, me convenció por fin de que lo más sensato era obedecer y volver a Kupang.

Ahora sí, la alegría de volver a casa puso alas al conductor y llegamos a Kupang en sólo cuatro horas. Un tanto quemado, ya que no solo no había podido llegar a Timor Oriental, sino que había malgastado tres días de viaje, el dueño de la agencia se negó a devolverme ni una rupia del precio acordado, y el hotel decente seguía completo, me fui a tomar unas cuantas Bintang al Teddy´s Bar. Entre el cachondeo de los demás clientes (perfectamente al corriente de mi previsible aventura), Teddy me recomendó que me fuera a la playa de Nemberala, en la cercana isla de Roti. Pero esa es otra historia.

Por cierto, al regreso a España y leyendo El País, me enteré de los “problemas” que había habido en Dili.

Yo ya sabía que, como consecuencia de la Revolución de los Claveles en Portugal, el FRETILIN había proclamado la independencia de Timor Oriental en 1975. Indonesia no aceptó esta independencia, y con el apoyo de Estados Unidos y Australia invadió el país a sangre y fuego, aniquilando cientos de aldeas mediante bombardeos con napalm y marginando el portugués y los idiomas locales frente al obligatorio indonesio. Pero pasados veintiún años de la independencia y de la invasión indonesia, yo pensaba que todo aquello era agua pasada y que Timor Oriental estaba razonablemente tranquilo.

Lo que yo no sabía era que, durante mi estancia en Indonesia, se le había concedido el Premio Nobel de la Paz a dos luchadores por la independencia de Timor Oriental: Carlos Felipe Ximenes Belo y José Ramos-Horta. Este premio reavivó los anhelos independentistas, y los habitantes se echaron a la calle justo cuando yo me dirigía hacia allí. Por eso las autoridades no querían testigos extranjeros, pero lo para mí inexplicable sigue siendo por qué no habían querido darme explicaciones ni contarme lo que estaba pasando.

Por cierto, y como para poner un final feliz a este capítulo, tres años después, tras un referéndum ganado ampliamente por los independentistas, y pese a la brutal represión por parte del ejército y las milicias indonesias, gracias a la intervención de los cascos azules, Timor Oriental consiguió la independencia.

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