viernes, 12 de junio de 2015

El coche fantasma

Si quieres leer el primer relato de esta serie, pincha aquí

Volviendo a nuestro recorrido por la capital, que la víspera se había centrado en los ultramodernos barrios de Shinjuku y Harajuku, decidimos dedicar un día al Tokio tradicional. Como consecuencia de los terribles bombardeos norteamericanos durante la segunda guerra mundial, no quedaba ningún barrio auténticamente antiguo, pero sí bastantes lugares que –aunque reconstruidos- podían darnos algunas pistas sobre la vida en otras épocas.

 Empezamos el recorrido por el cementerio de Tokugawa Shogun. Como no estaba demasiado lejos de nuestro hotel, decidimos ir en autobús, para probar otra forma de transporte urbano. El autobús suele ser mucho más agradable que el metro, pero exige un cierto conocimiento de la ciudad, para bajarse en la parada correcta. En Tokio, además, resultaba bastante complicado comprender cómo y cuánto había que pagar.

Encontramos la parada sin dificultades, y en un poste vimos lo que parecía un horario. Debajo del número 08, que era el del autobús que queríamos coger, había tres columnas de números en formato hh:mm. Dedujimos que eran las horas a las que pasaba nuestro autobús, y a la vista de la frecuencia de paso de los autobuses supusimos que la primera columna era para los días laborales, la segunda para los sábados y la tercera para los domingos y festivos. En efecto, dos minutos antes de la hora marcada para los días entre semana llegó nuestro autobús, que luego permaneció detenido en la parada hasta la hora exacta de salida. Se ve que tan malo era retrasarse como adelantarse.

Siempre observadores, vimos que los pasajeros que se subían en nuestra parada retiraban un número, como el de las carnicerías, de un aparato situado junto a la puerta de entrada. Hicimos lo mismo, y comprobamos que nuestros dos papelitos llevaban impreso el mismo número, el 17. No entendíamos para que podían servir, pero los guardamos cuidadosamente. En la siguiente parada nos fijamos en que todos los papelitos que iban cogiendo los pasajeros llevaban el 18, y llegamos a la conclusión de que el 17 era el número de la parada en la que nos habíamos subido.

 En el mamparo que nos separaba del conductor, además de varios avisos en japonés, había un tablero electrónico con seis filas de números. Las filas impares eran fijas, y contenían respectivamente los números 1 al 14, 15 al 28 y 29 al 42. Los números con dos decimales que aparecían en las filas pares iban variando en cada parada. Incomprensible, hasta que nos dimos cuenta de que estaban vacías todas las superiores al 18, pero que se iban rellenando conforme el autobús abandonaba la parada correspondiente. Dedujimos entonces que los números variables indicaban los yenes que debía abonar un pasajero que se bajara en ese momento, en función del número de la parada en que se hubiera subido, que marcaban los números fijos. Parece complicado, y lo era.

 Mentalmente agotados tras este proceso de razonamiento, mirábamos pasar las calles de nuestro barrio mientras veíamos como los pasajeros, segundos antes de llegar a su parada, se ponían en fila junto a la puerta delantera. En cuanto se abría la puerta, iban echando su numerito de la carnicería, junto con unas monedas, en una especie de embudo que había junto al conductor, y se bajaban.

Estábamos un tanto preocupados por si tendríamos el cambio exacto cuando nos llegara el momento de bajarnos, pero nos volvió a salvar la observación atenta del comportamiento de nuestros compañeros. Uno de ellos, con el autobús en marcha, echó un billete de banco en el embudo y apretó un botón. Por la parte de abajo de la máquina salió un montón de monedas. También nosotros cambiamos un billete en calderilla, y cuando llegamos a nuestro destino pagamos muy dignamente, como si lleváramos toda la vida haciendo lo mismo.

Aprovechando esta descripción del autobús, voy a hablar de los coches, que dan título a este capítulo.

 Lo más fantástico de los coches japoneses era que no había. No es que no hubiera ninguno, pero sí muy pocos, al menos para una ciudad del tamaño de Tokio. El resultado más evidente era que casi no se oía el ruido del tráfico, ni siquiera en las avenidas más concurridas. Y el carril más cercano a la acera, el que en el resto del mundo ocupan los coches aparcados, estaba allí totalmente despejado y funcionaba como carril bus-taxi. Encantados por esa situación, investigamos un poco hasta averiguar cómo lo habían conseguido.

 Todo partía de dos medidas aparentemente muy sencillas, pero que en España dudo mucho de que ningún partido se atreva a tomarlas, porque estoy seguro de que serían tremendamente impopulares. Las dos normas básicas eran que no podías comprar un coche si no demostrabas que eras propietario de una plaza de aparcamiento debidamente registrada en el ayuntamiento, y que tampoco se podía aparcar en la calle. Esta última medida era la madre del cordero. Ni zona azul, ni carril bus, ni parquímetros. Directamente prohibido aparcar fuera de un aparcamiento público o privado. De entrada me pareció tremendamente justo ¿con qué derecho el conductor de un automóvil se apropia de un bien público, cual es la calzada, para usarlo como plaza de aparcamiento?

Las consecuencias eran impresionantes. De entrada, como no se podía aparcar en la calle, proliferaban los aparcamientos de pago, todos muy caros y algunos muy sofisticados, para optimizar el uso del terreno edificable. En el centro de las ciudades la inmensa mayoría estaban automatizados, con unos ascensores que subían los coches hasta siete u ocho plantas, para ahorrar el espacio de las rampas, o con un sistema tipo noria, en el que los coches se dejaban en unos cangilones de acero galvanizado, y se recogían pagando la tarifa en un cajero automático, en cuyo momento la noria se ponía en marcha hasta dejar el coche deseado en el nivel de la calle.

Como aparcar en las ciudades era tan caro, casi todo el mundo se movía en transporte público, que era rápido (por el poco tráfico privado), frecuente (por el alto número de usuarios) y barato (por decisión política y por economía de escala). Un perfecto círculo vicioso, aunque mejor sería llamarlo virtuoso. Las calles eran silenciosas, el aire limpio, los servicios de emergencia circulaban sin obstáculos, se podía barrer las calles sin problemas… Una maravilla.

 Algo parecido sucedía con los desplazamientos entre ciudades. Si no ibas a poder aparcar en la ciudad de destino sin pagar una fortuna, lo lógico era viajar en tren, como hacían a diario millones de japoneses. En consecuencia, las carreteras estaban despejadas, había muy pocos accidentes de tráfico, y los trenes era rápidos y frecuentes (aunque no precisamente baratos).

 Os preguntaréis cómo se desplazaban los tokiotas en distancias demasiado largas como para ir andando. En un capìtulo anterior ya he hablado del metro, al que volveré más adelante, y en este mismo del autobús. Pero me faltaba la bicicleta, muy utilizada en distancias cortas.

 Mientras que otros países vecinos, como China o Vietnam, habían ido “progresando” y abandonando el uso masivo de la bicicleta frente al coche o al ciclomotor, en Japón seguía siendo un medio de transporte muy habitual dentro de las ciudades. Era frecuente ver pedalear a amas de casa con la compra, oficinistas vestidos de lo más formal, estudiantes con sus libros, y padres o madres con un remolque para los niños más pequeños. Los aparcamientos para bicicletas eran abundantes, sobre todo en las estaciones de ferrocarril. En los suburbios, la gente que trabajaba en el centro solía ir en bici hasta la estación más cercana, dejarla allí, y seguir hasta su destino combinando el tren de cercanías y el metro.

 Después de esta digresión sobre ecología urbana, sigo contando las actividades de ese tercer día en Tokio, aunque ya os habréis dado cuenta de que me impactaron mucho más los aspectos de la vida cotidiana que los monumentos y museos.

 En poco más de un cuarto de hora, nuestro autobús recorrió los casi tres kilómetros y las ocho paradas que nos separaban de nuestro destino, y después de cruzar las vías de ferrocarril por un paso elevado nos encontramos en el cementerio. Aunque sabíamos que el mejor momento para visitarlo era en abril, cuando se tiñen de blanco los almendros que cubren su famosa Avenida de los Almendros en Flor, también en agosto resultaba interesante. Por desgracia, la zona reservada para las tumbas de los quince sogunes Tokugawa no estaba abierta al público, pero el resto del cementerio rebosaba de tumbas tradicionales. En aquel momento todavia desconocíamos la importancia que este clan había tenido en la historia de Japón; lo iríamos descubriendo a lo largo del viaje.

 Lo primero que nos chocó fue la ausencia de nichos. Las tumbas, a ras de suelo, estaban presididas por una losa vertical o un monolito de granito, sobre el que aparecían tallados kanji de todos los tamaños. Por supuesto, no entendíamos nada, aunque suponíamos que las inscripciones más cortas eran los nombres de los difuntos y las más largas algún poema en su honor. Ni siquiera reconocíamos las fechas de nacimiento y defunción, ya que los números también estaban escritos con kanji, en lugar de los símbolos arábigos que los japoneses usaban en prácticamente todos los ámbitos de la vida cotidiana.

 El efecto era a la vez sencillo y tremendamente estético, como suele ocurrir con el arte japonés. Al lado de estas losas solían erguirse entre dos y quince tablas de unos dos metros de longitud, con más kanji, esta vez grabados a fuego. La elegancia de los caracteres y los distintos tonos de la madera, más o menos envejecida por la intemperie, contribuían al encanto del lugar.

 Ni que decir tiene que no había ramos de flores, sino bonsái de todos los tamaños, colores y formas, con alturas de entre un palmo y dos metros. En el centro del cementerio el efecto romántico se acentuaba por la presencia de las ruinas de la Pagoda de los Cinco Tejados, que ardió en 1957 en un incendio provocado por el doble suicidio de una joven costurera y su amante, casado y mayor que ella. Con muy buen criterio, las autoridades decidieron no reconstruir la pagoda, y allí sigue recordando a los visitantes las locuras a que puede dar lugar un amor imposible.

 Pasamos el resto del día recorriendo el parque Ueno, en el que habíamos intentado sin éxito descansar el día de llegada. Gran parte de este parque se encontraba ocupada por diversos museos, como el Metropolitano de arte, el Nacional de arte occidental y el Nacional de ciencia y naturaleza, pero nosotros nos centramos en el denominado Museo Nacional de Tokio. En realidad, está formado por varios edificios, de los que unos destacan por su contenido y otros por el edificio en sí.

 El edificio principal, denominado Honkan, era una construcción de los años treinta muy característica del “estilo imperial”, muy influido por la obra de Frank Lloyd Wright, el cual a su vez bebió de las fuentes de la arquitectura japonesa tradicional. El resultado de esta arquitectura de ida y vuelta era una recreación historicista en hormigón con elementos decorativos de etapas anteriores. En España un equivalente podría ser el estilo neoherreriano, como el antiguo Ministerio del Aire en Moncloa. Pero seguro que mi cuñada Miya no está de acuerdo con esta opinion.

 El Honkan albergaba una impresionante colección de arte tradicional japonés, muchas veces indistinguible de la artesanía más refinada. Escudos, quimonos, catanas, armaduras, juegos de té, biombos de laca o de seda, rollos pintados, manuscritos, cestas…

 Desde el punto de vista arquitectónico me resultaron mucho más interesantes el Toyokan, que recoge obras de arte, artesanía y restos arqueológicos del resto de Extremo Oriente (China, Corea, Vietnam…), y la Galería de los tesoros, que exhibe unas 300 joyas y objetos de arte donados a la familia imperial en 1878 por el templo Hōryūji. Estos dos edificios, diseñados por el arquitecto Taniguchi Yoshirō, son para mi gusto la máxima expresión de la arquitectura minimalista.

 Por cierto, la tienda de regalos de este museo nacional merece una visita por sí sola. Es el sitio ideal para comprar regalos y recuerdos de muy buena calidad, como por ejemplo una reproducción de alguno de los rollos Genji Monogatari, magníficamente ilustrados en el siglo XII, que en sus once metros de longitud recogen diferentes capítulos de esta narración del siglo X.

 Agotados, a media tarde volvimos en metro a nuestro barrio de Asakusa. Como en el capítulo pasado pasamos muy rápidamente sobre este medio de transporte, aprovecho ahora para describirlo. El metro era una de las maneras más sencillas de moverse por la ciudad, sobre todo cuando las máquinas expendedoras de billetes estaban rotuladas en romaji. También en romaji estaban transcritos la mayoría de los rótulos, incluidos los nombres de las estaciones. Lo más complicado era adaptarse a los códigos de conducta no escritos, pero muy estrictos. En el metro nadie hablaba ¡ni por el móvil! Cientos de personas circulaban en absoluto silencio por los pasillos y escaleras, donde lo único que se escuchaba era el ruido constante de los pasos de la multitud. Ni niños llorando, ni vendedores ambulantes, ni música ambiental…. Nada.

 Para agilizar la entrada y salida en los vagones de semejante multitud, en el suelo de los andenes se repetían unas marcas muy fáciles de interpretar. Dos rayas amarillas, perpendiculares a las vías, llegaban hasta el mismo borde del andén. Entre ellas, unas huellas de pasos verdes que se alejaban de las vías. Por fuera de las rayas, otras huellas, pero estas rojas y de unos pies parados, paralelos a las vías. El significado era evidente: teníamos que esperar con los pies sobre las huellas laterales; cuando el tren se detenía y se abrían las puertas, que coincidían milimétricamente con las rayas amarillas, salían los pasajeros pisando las huellas centrales verdes; luego entrábamos los que esperábamos fuera de las rayas. Fácil, barato y perfecto. Como todo en Japón, en cuanto lo conseguías entender. Y que no se te ocurriese quedarte esperando en la zona reservada para la salida. Las miradas de horror que te dirigían los demás pasajeros eran harto elocuentes.

 Dentro de los vagones reinaba el mismo silencio que fuera. Algunas pasajeras se maquillaban minuciosamente pese a los botes y bandazos, sin que se les corriera el rímel. Había quien ojeaba los famosos manga, con aspecto de guía de teléfonos de Madrid, por lo gordos que eran y por el tipo de papel reciclado en que los imprimían. Y la mayoría se dedicaba a leer y escribir SMS, como ya he explicado en otro relato.

 Después de descansar un buen rato, todavía tuvimos ánimos para salir a cenar por el barrio. Descubrimos así una zona muy animada, llena de cines y teatros, y con mucha vida nocturna. Calles peatonales, carritos de helados o crepes, vendedores ambulantes, pero ni una sola escultura humana. Grupos de adolescentes, familias enteras y muy pocos turistas se paseaban, comían porquerías en los puestos callejeros y compraban gadgets horrorosos. Después de dar varias vueltas, en un callejón lateral vimos unas escaleras que subían hasta una azotea en el primer piso, con el universal jeroglífico /-B-Q, que en Estados Unidos se usa para representar una barbacoa.

 Subimos, saludamos, y nos llevaron a una mesita ocupada en su tercio central por una plancha de gas, con los mandos debajo de la mesa. Ante nuestra cara de sorpresa, y después de recurrir por enésima vez a las frases mágicas wakari masen, gomen nasai (perdone, no entiendo nada), apareció el encargado, joven y con un inglés rudimentario, pero suficiente para explicarnos cómo funcionaba la plancha y ayudarnos a elegir los ingredientes. La cerveza la pedimos sin ayuda. Nos hizo una demostración con una tortilla francesa rellena de verduras salteadas, preparada sobre la misma plancha. La cena fue de lo más entretenida, aunque cuando se nos acabaron los ingredientes y quisimos pedir más resulta que ya se había marchado el encargado, y tuvimos que ir señalándole a la camarera las zanahorias, tomates o filetitos de otros comensales. De muy mala educación, pero con todo el restaurante pendiente de nosotros y haciendo esfuerzos para no soltar la carcajada.

 A la mañana siguiente decidimos seguir explorando nuestro barrio, y empezamos la visita por el templo de Senso-ji.

 Este templo se construyó nada menos que en el siglo VII de nuestra era. Parece ser que unos pescadores encontraron enganchada en sus redes una estatua de Bodhisattva Kannon, y el alcalde de Asakusa decidió adoptar los hábitos monacales y convertir su casa en un templo dedicado a esta deidad budista. Creo que tuvo una idea magnífica, porque la imagen encontrada en el río se convirtió en un importante punto de turismo religioso, y el número de visitantes siguió creciendo hasta alcanzar en la actualidad nada menos que treinta millones al año, unos ochenta mil al día. Y el negocio que generaban los visitantes transformó la aldea de pescadores en un importante núcleo comercial, cosa que se ha mantenido hasta hoy en día.

  Siguiendo el ejemplo de los miles de japoneses que nos rodeaban, compramos unas varitas de incienso, que quemamos en el vestíbulo principal mientras pronunciábamos las palabras rituales: Namu Kanzeon Bosatsu, pongo mi confianza en Bodhisattva Kannon.


El mapa que se entrega a los visitantes, perfectamente rotulado con kanji, da una idea de la extensión del complejo. El salón principal, marcado con una C en el mapa, alberga en un recinto herméticamente cerrado tanto la escultura original secreta, como una copia que se exhibe al público el 13 de diciembre de cada año. No me puedo imaginar el gentío que se congrega ese día, si tenemos en cuenta que en una semana normal pasa por allí más gente que por El Rocío en todo un año.

 Aunque este salón, de una superficie superior a los mil metros cuadrados, parece un perfecto ejemplo de arquitectura medieval, la triste verdad es que el templo original resultó arrasado durante los bombardeos norteamericanos, junto con la cercana pagoda de cinco pisos y la casi totalidad del recinto. Lo que hoy vemos es una reconstrucción de los años cincuenta, con estructura de hormigón y tejas de titanio.

 Las casetas que se ven a los lados de la principal avenida de acceso son puestos de venta de recuerdos, incienso, agua, ropa tradicional, juguetes, y cualquier otra cosa que pueda necesitar un visitante. Este ambiente comercial se extiende por el resto del barrio, que un poco más lejos se especializa en todo lo relacionado con la cocina y la restauración, como ya contaré más adelante.

 Al día siguiente nos subiríamos al tren bala, pero esa es otra historia.

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