domingo, 10 de enero de 2016

Samarkanda

Si quieres leer el primer relato de esta serie sobre la Ruta de la Seda, pulsa aquí.

Después de aquella breve visita a Tashkent que describo en el relato anterior, a la mañana siguiente, a una hora razonable, nos metimos en el autobús que nos dejaría en Samarkanda. En poco más de tres horas recorrimos unos trescientos kilómetros de carretera recta, llana y en buen estado, con una sola parada para comprar melones a unas campesinas, instaladas en el arcén y vestidas con una especie de bata de flores, lo que en Cádiz llamarían un bambito largo.

Prácticamente toda la ruta transcurría entre campos de algodón, aparentemente muy fértiles, aunque Marc nos explicó el tremendo problema ecológico, económico y político al que se enfrentaba el gobierno de Islam Karimov. Resulta que en los  tiempos no tan lejanos de los zares se decidió regar los hasta entonces áridos campos uzbekos con el agua de los ríos Amur Daria y Sir Daria, así como del Mar de Aral. La llegada de Stalin y los planes quinquenales significó un aumento exponencial de este regadío. Los resultados, a corto plazo, fueron espectaculares: la cosecha de algodón se disparó, surtiendo de este producto a toda la industria textil de la Unión Soviética. Pero no todo fueron ventajas, la mala gestión hidráulica tuvo dos consecuencias funestas. Por una parte, la intensa evaporación fue formando depósitos de sal sobre las parcelas cultivables, que se han ido volviendo paulatinamente menos fértiles y han visto fuertemente reducida su producción. Y por otra, la reducción de los aportes de los ríos al Mar de Aral y las extracciones directas de agua de este inmenso lago han dado lugar a un descenso tan brutal de nivel del lago que hoy en día casi puede decirse que ha desaparecido. Para ser más exactos, ha perdido unos dos tercios de su superficie anterior a la era soviética, y el agua que queda es tan salobre y está tan contaminada por restos de plaguicidas y abonos químicos que no es que no se pueda beber, es que no vale ni para bañarse. Ha desaparecido la industria pesquera de los pueblos que antes estaban a sus orillas y que en la actualidad quedan hasta a ciento veinte kilómetros del agua. En sus antiguas playas se han ido depositando capa sobre capa de residuos químicos que, cuando sopla el viento, son arrastrados a cientos de kilómetros de distancia y han disparado las tasas de cáncer. Un regalito para las futuras generaciones. El que en su día fue el cuarto lago del mundo en extensión está a punto de convertirse en un recuerdo, como se puede comprobar en estas fotos de la NASA de 1977, 1998 y 2010.


Aproveché parte de aquel viaje en autobús para poner al día mi ruso, muy oxidado, gracias a la ayuda de Marc y de Bazrom, aunque este último me dijo que prefería enseñarme unas nociones básicas de uzbeko. Quedamos en que cada noche yo aprendería una expresión sencilla en su idioma, y que en el desayuno él me corregiría la pronunciación y me propondría otra frase para el día siguiente. A ese ritmo, en los diez días que iba a estar en el país no iba a alcanzar un gran nivel, pero por lo menos podría saludar y dar las gracias, lo mínimo que se despacha. Bueno, y pedir una cerveza, por supuesto.

Los pueblos que íbamos cruzando eran todos muy parecidos: a los lados de la carretera se sucedían las casas de ladrillo de uno o dos pisos, a veces revocadas con cemento pero casi siempre sin pintar, emparrados con viejos jugando al ajedrez, niños correteando, y muy pocas tiendas y bares. Lo que más me llamó la atención fue los tubos de acero oxidados, con diámetros de entre quince y cincuenta milímetros, que recorrían las calles. En las fachadas de las casas corrían justo por debajo de los aleros, pero al cruzar las calles subían hasta unos seis metros de alto, sujetos por estructuras de acero también oxidadas, supongo que para dejar pasar por debajo cosechadoras o remolques cargados de algodón. Pensé en un primer momento que eran conducciones de agua, aunque me extrañaba que con las temperaturas tan bajas que haría en invierno las dejaran a la intemperie, donde sin duda se congelarían. Pero Bazrom me sacó de mi error: se trataba de la distribución de gas natural, para cocinar y para calentar las casas en los interminables y durísimos inviernos. Y me contó el terrible drama de las familias más pobres: Muchos servicios que en los tiempos de la Unión Soviética eran absolutamente gratuitos, como la educación y la sanidad, pero también la vivienda, el agua, la electricidad y el gas, habían pasado a ser de pago, y en la mayoría de los casos privatizados y prácticamente regalados a los adláteres del dictador. Mucha gente había dejado de poder pagarlos, ya que los sueldos públicos y las pensiones habían permanecido congelados. Así, en invierno eran frecuentes los casos de ancianos muertos literalmente de frío en sus casas, cuando las temperaturas en el exterior bajaban hasta los treinta bajo cero y les cortaban el gas por impago.
 
La entrada en Samarkanda fue un poco decepcionante. Con ese nombre mítico, con esa “k” tan sonora en medio, yo la incluía en la lista de lugares de mis sueños de infancia: Pernambuco, Marraqués, Singapur, Dar es Salam, Guayaquil, Tombuctú… que me imaginaba exóticos y misteriosos, repletos de aventureros y exploradores, de princesas y bandidos. Pero lo que se veía desde el autobús era una serie de barriadas de bloques uniformes, tristes, despintados, entre solares secos,  sin una brizna de hierba. Sabía que la ciudad había sido arrasada por Alejandro el Magno en el siglo IV antes de nuestra era, por los persas samánidas en el siglo VIII y por Gengis Khan (Chinguis Jan le llamaban aquí) en el siglo XIII, pero no sé por qué esperaba encontrarme la ciudad tal y como era en su época de máximo esplendor, cuando la gobernaba la dinastía timúrida. Pues no. Aunque se conservaban muchos monumentos y algún barrio antiguo, el centro de la ciudad era zarista y el extrarradio soviético.
 
Menos mal que el Hotel Asia estaba en uno de los pocos barrios antiguos que quedaban, entre callejuelas bordeadas de casitas bajas y muros de adobe tras los que me imaginaba jardines y fuentes. El hotel en sí, inaugurado unos meses antes, a unos minutos andando de la plaza del Registán, era cómodo y limpio. Desde allí salimos todos juntos y en reunión a comer en el Labig’Or, otro restaurante típico uzbeko, con el mismo menú de siempre: pinchos de pollo o de cordero, arroz pilav y cerveza. Acabaría odiando aquella comida.
 
Después de una buena siesta para dejar pasar las horas de más calor, por la tarde salimos a visitar los principales monumentos de Samarkanda. Y ahora que menciono el calor me doy cuenta de que no he hablado hasta ahora del clima, aunque condicionaba bastante nuestras actividades. Como buen país continental, muy alejado del mar, los veranos suelen ser secos y calurosos, y el de 2008 no fue una excepción. No solo no nos llovió ni una vez en todo el viaje, sino que creo que no tuvimos un día nublado ni en Uzbekistán ni en el vecino Turkmenistán. Y calor no nos faltó. Calculo que los días normales pasábamos fácilmente de los cuarenta grados en los peores momentos del mediodía, y por las noches era raro bajar de los treinta. Lo único bueno era que, con lo seco que estaba el ambiente, no se sudaba en absoluto. Eso sí, había que beber litros y litros de agua al día, más unas cuantas cervezas para nos deshidratarse.
 
Pero estamos en Samarkanda, y tenemos que hablar del héroe nacional de Uzbekistán, el Emir Timur, al que los españoles conocemos por su mote, Tamerlán = Timur-i-leng, o sea Timur el cojo. Dice la leyenda que este personaje, que a finales del siglo XIV construyó un imperio que ocupaba desde el Kurdistán hasta el Nepal y desde el Golfo Pérsico hasta la cordillera de Tian Shan, era cojo. De origen turco – mongol, sus ejércitos ocuparon total o parcialmente los territorios que en la actualidad forman Turquía, Siria, Iraq, Arabia Saudí, Kuwait, Georgia, Armenia, Azerbaiyán, Irán, Uzbekistán, Turkmenistán, Kazajistán, Tayikistán, Kirguistán, Afganistán, Pakistán, India, Nepal y pequeñas zonas de Rusia y China.
 
Aunque no supo organizar administrativamente ni consolidar su imperio, que se desmoronó poco después de su muerte, y aunque durante su reinado incluso se interrumpieron las rutas comerciales entre China y Europa, lo que hoy llamamos Ruta de la Seda, no se puede negar su talento militar. Conquistó Moscú, Delhi, Ankara y Damasco, derrotó a los mamelucos, a los otomanos, hasta a la Horda Dorada… Digno sucesor de Alejandro Magno y de Genghis Khan, que también recorrieron estas tierras. Murió de enfermedad cuando al frente de su ejército se dirigía a la conquista de China. Por todo esto, llamarle “El emir cojo” me parecía una ofensa. Me quedo con su nombre uzbeko, Timur.
 
Como no podía ser de otra manera, empezamos el recorrido, ya con el sol empezando a bajar, por Gur Emir, el mausoleo del Emir Timur. El edificio, de principios del siglo XV, lo construyó el mismo Timur para enterrar a su nieto Mohammed, heredero previsto de su imperio, que tuvo la mala suerte de morir antes de llegar al trono.
 
Como Timur murió al año siguiente, sus hijos decidieron enterrarlo en el mausoleo recién terminado, contra los deseos del propio Emir, que se había preparado una tumba mucho más humilde en Shakhrisabz, a 90 kilómetros al sur. Pero con el pretexto de que llovía y la ruta hasta Shakhrisabz estaba inundada, los herederos satisficieron su propio ego.
 
Con el tiempo sepultaron allí a otros miembros de su familia, entre los que están dos de sus hijos y otro nieto, Ulugbek, líder espiritual de la dinastía. Entre las curiosidades que se guardan en el complejo funerario está la que se considera mayor piedra de jade conocida. En la actualidad solo se conserva el mausoleo en sí, ya que tanto la mezquita como la madraza anexas han desaparecido. Aunque el flujo de visitantes era constante, el tremendo respeto que mostraban los uzbekos ante su héroe nacional hacía que el entorno no resultase agobiante. El exterior del edificio era de ladrillo cocido y azulejos, que recubrían por completo los dos minaretes que se conservaban. Pura arquitectura timúrida, sirvió de modelo para otros muchos mausoleos construidos posteriormente, incluyendo la tumba más hermosa del mundo, el Taj Mahal. Por dentro, gracias a la restauración de 1996, se apreciaba perfectamente la decoración, muy en la línea de la Alhambra de Granada, pero tallada en mármol y no en yeso.
 
Bazrom nos contó que una antigua leyenda prohibía abrir la tumba de Timur bajo amenaza de que hacerlo resucitaría su espíritu guerrero y traería guerras sin fin. En los años cuarenta del siglo pasado, el antropólogo ruso Gerasimov violó esta prohibición para estudiar los esqueletos contenidos en las tumbas. Se comprobó que Timur tenía una pierna más corta que la otra, tal y como contaba la tradición, pero a los dos días comenzó la invasión alemana de Rusia ¿casualidad o cumplimiento de la profecía? Por si acaso, cuando casi dos años después la leyenda llegó a oídos de Stalin, ordenó devolver a la tumba los restos de Timur, con todos los honores. A los pocos días, el 2 de febrero de 1943, el Sexto Ejército alemán se rindió en Stalingrado, marcando el principio del fin del imperio nazi y de la Segunda Guerra Mundial.
 
Desde allí, ahora que ya no hacía tanto calor, un paseo de un cuarto de hora nos llevó a la joya de Samarkanda, la plaza del Registán. Pero por el camino nos encontramos algo relacionado con España: Una calle que se llamaba Ruy González de Clavijo, en recuerdo del embajador español enviado a la corte de Timur por Enrique III de Castilla. Por cierto, este Ruy inició su viaje en El Puerto de Santa María, y su objetivo era establecer una alianza con la dinastía timúrida contra los turcos del Mediterráneo, cosa que no consiguió.
 
El Registán es el conjunto monumental más famoso de Samarkanda, el que durante siglos ha contribuido a labrar su leyenda de capital de la Ruta de la Seda. Se trata de una plaza de unos sesenta por cien metros, rodeada por las tres madrazas más bellas del imperio timúrida: Ulugbek, Tilla Kari y Sher Dor. Es de esos sitios que te atraen como imanes, de los que no quieres marcharte, y a los que volvimos una y otra vez durante nuestra breve estancia en la ciudad. Si algún pero se le podía poner, es que estaba absolutamente descontextualizado. Las reformas zaristas primero y las soviéticas después destruyeron gran parte de su entorno, construyendo en su lugar avenidas y edificios gubernamentales que no alcanzaban ni de lejos el valor artístico de las madrazas. Aunque también hay que reconocer los esfuerzos realizados en la época soviética para recuperar y restaurar los principales monumentos.
 
Me siento incapaz de describir un conjunto de tal belleza, que además cambiaba a lo largo del día, según el sol iba iluminando las distintas fachadas, minaretes y cúpulas de cada madraza. Me limitaré a insertar una fotografía para que os forméis vuestra propia opinión.

No es difícil imaginarse lo que tenía que representar aquella plaza a los ojos de los viajeros y comerciantes que recorrían la Ruta de la Seda. En medio de lo que entonces era un desierto, y pronto volverá a serlo, en el centro de una ciudad amurallada, haciendo sombra a otros monumentos tan magníficos como la mezquita de Bibi Hanim o el mausoleo del propio Timur, se alzaban los tres centros de estudios islámicos más importantes de Asia Central. Allí se concentraban investigadores, eruditos y estudiantes procedentes de toda Asia y del norte de África: Uigures, árabes, tayikos, rajastanís, afganos, yemeníes, sirios, persas, iranís, egipcios y hasta musulmanes españoles fugitivos de la furia religiosa de los llamados Reyes Católicos. Los estudios duraban entre diez y veinte años, según el programa que se autoimpusiera cada taleb, pero que siempre incluía como materia básica el aprendizaje del Corán. En los mercados, surtidos desde todos los confines del mundo conocido, se oiría regatear en cien idiomas, y las mercancías, traídas de Venecia, del Golfo de Guinea, de la India, de China y hasta de Japón, en caravanas de muchos meses de duración, cambiarían de dueño con un simple apretón de manos.
 
Antes de que se pusiera el sol y se fuera apagando el brillo de los azulejos, todavía tuvimos tiempo de hacer un primer recorrido por las madrazas. Todas respondían a un mismo patrón: Una entrada principal, a través de un gran arco excavado en la fachada, de no menos de veinte metros de alto, decorado hasta la locura con azulejos de colores formando flores, frases del Corán o complicadísimos dibujos geométricos, daba paso al patio central. En el caso de las madrazas laterales la simetría quedaba reforzada por sendas cúpulas, alineadas con el eje de la entrada, y un par de minaretes cilíndricos a los lados. La madraza del fondo, Tilla Kari, no tenía minaretes y su cúpula estaba claramente desplazada hacia el oeste.
 
En las tres madrazas las entradas monumentales daban paso a un patio central al que se abrían dos niveles de arcos, tan ricamente decorados como la fachada principal. Estos arcos, que es su momento albergaron las habitaciones de los estudiantes y profesores, hoy en día, bajo la administración del gobierno laico de Uzbekistán, se usan como tiendas de artesanía y talleres de ceramistas, tejedores, orfebres y lapidarios, cuando no como oficinas de la administración o pequeños museos.
 
Cuando se hizo de noche María y yo nos encaminamos al barrio construido por los rusos en la época de los zares. Aunque en el texto sobre Tashkent ya hice alguna referencia a la llegada de los rusos, quiero aclarar algo más este asunto. Tras el desmembramiento del imperio timúrida a finales del siglo XV, las tierras que forman el actual Uzbekistán estuvieron gobernadas por varios kanatos independientes, asentados en las principales ciudades, algo parecido a la época de los reinos de taifas en la España musulmana.
 
Pero en el siglo XIX, con la paulatina expansión del imperio británico a partir de la India, los rusos empezaron a preocuparse. Siempre habían considerado que Asia Central quedaba dentro de su esfera de influencia, pero bastante tenían con gobernar la propia Rusia como para inmiscuirse demasiado en los asuntos de una tierra en general inhóspita, poblada por campesinos y pastores indómitos.
 
Su punto de vista empezó a cambiar a la misma velocidad con la que Inglaterra iba conquistando el actual Pakistán, Afganistán, e incluso empezaba a ejercer su influencia en Persia. Los zares no podían consentir ese lento avance hacia su retaguardia, por lo que decidieron ocupar de hecho los territorios hasta entonces más o menos independientes sobre los que se cernía la amenaza inglesa. Así, los ejércitos zaristas tomaron primero el actual Kazajstán, para luego recorrer Uzbekistán de oeste a este, conquistando sucesivamente Khiva, Bukhara, Samarkanda y Tashkent, y agruparon todos estos territorios en un estado vasallo, Turkestán, cuya capital establecieron en Tashkent bajo el mando de un gobernador general ruso.
 
Como todas las potencias coloniales, a los administradores rusos no les gustaba mezclarse con la población local, por lo que en cada ciudad ocupada construyeron un barrio ruso, a imagen y semejanza de las zonas burguesas de Moscú y San Petersburgo. Grandes parques, avenidas sombreadas por árboles, chalets unifamiliares en una versión barata del estilo Art Nouveau, centros de enseñanza en ruso, cuarteles e iglesias ortodoxas se concentraban en estos barrios, donde procuraban reproducir dentro de lo posible el estilo de vida de la metrópolis.
 
Samarkanda no podía ser menos, y al ser la mayor de las ciudades conquistadas conserva todavía el mayor barrio zarista de Uzbekistán. El aspecto actual de este barrio, situado cerca del Parque Central, recuerda un poco a los escasos pueblos playeros del Mediterráneo español que no han sido profundamente transformados por la especulación urbanística: calles rectas y tranquilas, casitas de una planta decoradas con escayola y pintadas en tonos pastel, jardincitos mínimos donde charlaba o jugaba al ajedrez un grupo de jubilados… Decadencia concentrada.
 
En el Parque Central pasamos un buen rato viendo cómo se entretenía la población local. Nada del otro mundo, pero todo con un sabor a la España de hace cincuenta años. Familias amplias, amplísimas, paseando, con los abuelos en cabeza y los innumerables nietos al final. Vendedores de helados y de refrescos, pesadores que por un módico precio te dejaban subirte a una báscula de baño y comprobar lo que habías engordado con aquella dieta de cordero, arroz, pan y cerveza, un estanque con patines a pedales en forma de cisne, y hasta un templete en el que un grupo tocaba en directo música popular.
En varias ocasiones se nos acercaron grupos de uzbekos para intentar trabar conversación con nosotros, pero el diálogo se limitaba a dos frases:
 
-Pa ruski? (habla ruso)
-Chuchuk (muy poco). Y tan poco…
 
Nos unimos al resto del grupo para cenar en el Karimbek, en la avenida Gagarin. Una perfecta repetición de todos los restaurantes en los que habíamos estado, con la diferencia de que éste era también sala de fiestas, por lo que en el interior había un gran salón de baile en el que jóvenes y viejos saltaban al ritmo de la música tradicional uzbeka, no más aburrida que la de otros países. Dos de mis compañeros, valencianos, se decidieron a salir a la pista, arrastrados por sendas uzbekas de armas tomar, para mayor juerga del resto de bailarines. Yo no me atreví, todavía no había perdido el sentido del ridículo.
 
Y digo todavía porque Bazrom, que esa noche nos acompañó a cenar por primera vez, se dedicó a pedir una botella de vodka tras otra, que él bebía como si fuera agua; y yo –por pura educación, claro está- le acompañé convenientemente. Creo recordar que cenamos pollo frito y que volví al hotel después de regatear por mi cuenta con un taxista, pero la verdad es que no estoy muy seguro de los detalles. Al vodka le debí de pegar bien, por el dolor de cabeza con que me desperté a la mañana siguiente. Y viendo las caras de mis compañeros en el desayuno, creo que no fui el único que se pasó con la bebida.
 
Un buen desayuno y un paracetamol nos reanimaron a todos, y antes de que apretara el calor salimos del hotel para visitar la Mezquita Bibi Khanim, construida por orden de Timur para celebrar la conquista de Delhi. En el momento de su construcción era la mayor mezquita del mundo, una prueba fehaciente del poderío de su promotor. Para conseguir que superase a todas las existentes hasta entonces, trajo arquitectos, albañiles, tallistas, alicatadores y escayolistas de todo el mundo conocido. Cuentan las crónicas que en su interior trabajaron hasta doscientos canteros, y otros quinientos arrancaban y desbastaban piedras en las montañas.
 
Pero Timur no era capaz de quedarse quieto ni un momento, y menos de permanecer en Samarkanda los cinco años que duró la construcción de la mezquita, con tantos países como le quedaban por conquistar. Se marchó al frente de sus ejércitos y cuando regresó ya habían terminado las obras. Aunque se tuvo que quedar impresionado con la puerta principal, de treinta y cinco metros de altura, el patio central, de más de diez mil metros cuadrados, la cúpula cubierta de azulejos turquesa, y los dos minaretes de cincuenta metros de alto, no le pareció suficiente. Ni tampoco quedó satisfecho con los mosaicos de cerámica vidriada, los zócalos tallados en mármol  ni los adornos de mayólica dorada. Sin dudarlo un momento, mandó colgar al arquitecto jefe. Aunque también se dice que fue para evitar que pudiera construir para otro cliente una mezquita igual o mejor que la suya.

Otra leyenda relacionada con la construcción de la mezquita cuenta que la esposa de Timur, Bibi Khanim (que se podría traducir como “Amada Reina”) se involucró tan a fondo en la inspección de las obras que el arquitecto se enamoró de ella, hasta tal punto de que ralentizaba los trabajos para que la construcción no acabara nunca y seguir recibiendo las frecuentes visitas de la reina. Cuando llegaron noticias de que Timur regresaba a Samarkanda, la reina, temerosa de la reacción de su marido si se encontraba la mezquita sin terminar, apremió al arquitecto. Él le contestó que acabaría la mezquita a tiempo con la condición de que la reina le diera un beso. No sabemos si por miedo o por gusto, el caso es que la reina le concedió el beso pedido. Y aquí divergen las dos versiones de la leyenda. Una dice que el arquitecto, en el ardor del momento, mordió el labio de Bibi Khanim hasta hacerla sangrar. Cuando Timur llegó a Samarkanda, antes de ir a ver la mezquita se dirigió a su palacio para saludar a la reina. Le faltó tiempo para darse cuenta de que la herida del labio no era tan inocente como decía la Khanim, y alguien debió de irse de la lengua, porque Timur, cuando fue por fin a visitar la gran mezquita que había encargado, le pidió al arquitecto que lo acompañara a lo alto de uno de los minaretes, para admirar la obra desde arriba. Una vez en el balcón superior, agarró al arquitecto y lo lanzó al vacío.
 
El otro final me gusta más. Cuenta que ante la inminente llegada de Timur los amantes se escondieron en la mezquita, y subieron al minarete. Cuando Timur, espada en mano, empezó a subir los más de doscientos escalones, los amantes se lanzaron abrazados al vacío. Pero la mano de Allah hizo que se inflara el vestido de Bibi Khanim a modo de paracaídas, y que el viento los arrastrara hacia el horizonte. Nunca más se supo de la pareja.
 
En cualquier caso, creo que es la mezquita más bonita que he visto en mi vida. Si estuviera viajando por mi cuenta, creo que me habría quedado allí el resto de la mañana, disfrutando del embrujo del lugar, pero los viajes de grupo es lo que tienen: Hay que adaptarse al ritmo que marcan los demás. Así que nos marchamos de aquella maravilla y nos fuimos al conjunto funerario de Shah-i-Zinda.
 
Al otro lado de la carretera de circunvalación se extendían unas colinas yermas, amarillentas, resecas. Se trataba de Afrosiab, donde se encontraron los primeros vestigios de ocupación humana en Samarkanda, en una zona ocupada en parte hoy en día por un gran cementerio. Entre las tumbas destacaban las cúpulas turquesas de unos veinte mausoleos, que formaban un recinto compacto al que se accedía por una puerta monumental.
 
A lo largo de una callejuela escalonada que ascendía desde la entrada principal se sucedían los mausoleos, adosados unos a otros como si fueran bajos comerciales en un bazar, pero con una decoración interior y exterior a cual más rica. Mármoles, estucos, mayólicas, mosaicos vidriados, azulejos de mil colores, maderas nobles, formaban dibujos geométricos o de flores, fieles a la prohibición islámica de reproducir figuras. Por cierto, esta prohibición ha sido interpretada de manera más o menos rigorista, desde quienes consideran que se refiere exclusivamente a la figura humana, hasta los que opinan que incluye también a animales y plantas. Porque lo que en realidad dice el hadiz es “Todos los hombres que reproducen la figura humana son imitadores de Dios, y en tanto que tales, punibles: Dios impondrá como castigo a aquel que haya creado una imagen la necesidad de insuflarle vida a su imagen; pero eso jamás será posible”.
 
La calle se abría más adelante a una plazuela rodeada por otra media docena de mausoleos, todos con sus cúpulas turquesas y en muy buen estado de conservación. Por suerte, se podía acceder al interior de todos ellos, excepto a aquellos que estaban siendo restaurados. Dentro se repetía la maravillosa decoración de las fachadas, pero todavía más detallista. El ambiente de paz, reforzado en alguno de los edificios por grabaciones de música sufí, unido al frescor de los mármoles, me daba ganas de quedarme dentro, sin volver al sol implacable que caía en el exterior.
 
Aunque todos los edificios me parecían del mismo estilo, al parecer su construcción abarcaba desde el siglo XI hasta el XVI, con modificaciones menores en el XIX. Lógicamente, los de los siglos XIV y XV corresponden a parientes de Timur, sin suficiente categoría como para compartir el mausoleo del propio Emir.
 
Al final de la calle se alzaba el edificio más antiguo de todos, el mausoleo de Qusam ibn Abbas, sobrino del Profeta, que fue degollado cuando en el siglo VII llegó a Samarkanda con los invasores árabes para predicar el islam. Una leyenda explica el nombre de Shah-i-Zinda, “El Rey vivo”. Por lo visto, cuando enterraron a Qusam no estaba muerto, sino solo gravemente herido. Milagrosamente consiguió escapar de su tumba, y en la actualidad sigue viviendo en los subterráneos del complejo, según una versión, o emparedado en un acantilado cercano, según otra.
 
En el camino de vuelta se me ocurrió escurrirme por un pasadizo entre dos de los mausoleos, y me encontré en medio del cementerio moderno. Siguiendo la tradición musulmana, los cadáveres estaban enterrados de lado, con la cabeza orientada hacia La Meca, no depositados en nichos como en muchos cementerios católicos. En las tumbas islámicas ortodoxas se coloca encima una simple piedra, sobre la cabeza en el caso de los hombres y sobre los pies en el de las mujeres (no me preguntéis por qué, cada cual que saque sus propias conclusiones). Pero después de más de setenta años de gobierno soviético, la mentalidad ha cambiado mucho, y en el cementerio era muy frecuente encontrarse con grandes lápidas de piedra negra pulida, sobre las que se habían cincelado imágenes muy realistas de los difuntos, como negativos de fotografías. Algunas de las “fotos” eran de muy buena calidad.
 
Y una última leyenda: Si cuentas los escalones al subir, los vuelves a contar al bajar, y los dos números coinciden, es que estás libre de pecado. Tengo que confesar que a mí no me salieron las cuentas, pero yo lo atribuyo a las incontables paradas para hacer fotos, a las entradas y salidas de los mausoleos, y al calor aplastante.
 
Terminada la visita, el resto del grupo se fue a comer a algún restaurante del centro, pero María y yo ya habíamos tenido suficiente ración de convivencia, y decidimos irnos por nuestra cuenta a visitar el Bazar Siyob, que habíamos entrevisto al salir de la mezquita de Bibi Khanim. Conocedores ya de las costumbres locales, negociamos como pudimos un precio de varios miles de sum con un conductor que pasaba y que nos dejó en la misma entrada del Bazar, ahorrándonos media horita de paseo bajo el sol cozinheiro da gente.
 
El Bazar tenía una zona cubierta, con ferreterías, carnicerías, tiendas de ropa y de artesanía, joyerías y perfumerías. Pero lo más interesante eran las explanadas exteriores en las que se alineaban los tenderetes de las campesinas, simplemente protegidos por unos toldos. Aunque algunas vestían al modo occidental, la mayoría lucían esa especie de camisones de colores que he citado antes, los bambitos. Por debajo del camisón asomaban unos pantalones holgados de la misma tela. Casi todas llevaban la cabeza cubierta con un pañuelo, habitualmente a juego con el bambito.
 
Los hombres, como en casi todo el mundo, seguían directamente la moda occidental, con pantalones “de vestir” y camisas de manga larga. Como mucho se tocaban con el sombrero nacional uzbeko, el do’ppi, usado también en las repúblicas vecinas. De base cuadrada y fabricado en algodón negro, solía llevar bordados en blanco cuatro arcos que protegían contra los peligros físicos y unas guindillas contra el mal de ojo. Algunos ancianos llevaban calzones anchos y botas de fieltro.
 
En los puestos se vendía de todo, pero sobre todo productos agrícolas o artesanía muy básica, para uso doméstico. Lo que más abundaba eran los melones y las sandías, de un tamaño desconocido en España, pero también eran frecuentes los puestos de pan casero, los deliciosos non cocidos en los hornos tradicionales, un poco duros y muchas veces con restos de cenizas o de carbón pegados a la corteza. También había una gran variedad de tartas, pero con unos colores totalmente sospechosos de ser de origen químico.
 
Como ya estábamos muertos de hambre, cometimos el error de comprar una ración de ensaladilla rusa y otra de yogur con pepinillos en un puesto callejero aparentemente muy pulcro. Las ensaladillas las tenían en unos grandes lebrillos protegidos de las moscas con gasas, y nos las sirvieron en sendas bolsas de plástico alimentario. Compramos luego unas cucharillas de plástico y  un pan no demasiado grande. Como no encontrábamos platos, acabamos en un puesto de macetas comprando dos platillos de los que se ponen debajo.
 
Provistos de todo esto nos fuimos al hotel, comprando antes de llegar el único ingrediente que nos faltaba: dos botellas de Baltika 6. En la habitación nos dimos un festín. Decir que las ensaladas estaban deliciosas es poco; además ya eran casi las cuatro de la tarde y estábamos desfallecidos. Fresquitos con el aire acondicionado, la comida nos resultó mucho más agradable que los inevitables pinchos de cordero con arroz que nos encontrábamos en un restaurante sí y en otro también.
 
Lo malo llegó poco más tarde. Las bacterias del yogur y la mayonesa, muy diferentes a las que ingerimos habitualmente, proliferaron rápidamente en nuestros intestinos y nos tuvieron toda la tarde dando carreras desde la piscina hasta el cuarto de baño de la habitación. Lo malo no fue la diarrea, que se nos pasó tan rápido como había llegado, sino que nos quedamos sin ver el observatorio de Ulugbek, construido en el siglo XV por el nieto de Tamerlán. Con ayuda de edificios diseñados para servir como instrumentos astronómicos de gran tamaño, compiló un buen mapa del movimiento de los planetas, pero sobre todo determinó que el año solar constaba de 365 días, 6 horas, 10 minutos y 8 segundos, con un error de poco más de un minuto respecto al valor correcto. Así tengo un pretexto para volver algún día a Samarkanda, suponiendo que hiciera falta alguno.
 

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